La JEP informó que antes de finalizar este año comenzará a imponer sanciones; aunque ese anuncio se viene repitiendo anualmente desde enero de 2021, todo parece indicar que esta vez sí ocurrirá.
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Lo primero que debe quedar claro es que la pena es una carga que se impone a quien ha cometido un crimen; eso significa que el Estado restringe (o en casos extremos elimina) derechos del sentenciado como la vida, la libertad individual o el patrimonio económico. La limitación impuesta es el castigo, en cuanto la persona está obligada a tolerarlo como respuesta a su conducta ilícita; es primordial como mensaje de que delinquir acarrea consecuencias negativas.
Su magnitud depende de dos variables: la primera está relacionada con la gravedad de los delitos y el grado de participación del condenado en su ejecución, lo cual explica que los máximos responsables sean castigados con mayor rigor, siempre dentro de los extremos inferior y superior establecidos en la ley.
La segunda, especialmente relevante, tiene que ver con lo que se espera de la pena. Su aplicación no puede equipararse a un simple acto irracional de venganza, sino que debe servir para que el infractor, las víctimas y la colectividad en general entiendan que la vida en común solo es posible respetando las normas que la rigen. Dicho brevemente, ella es tanto más útil cuanto más cerca esté de posibilitar la reincorporación del condenado a la sociedad. Por eso, aun cuando es importante que la JEP escuche a las víctimas, las sanciones que imponga deben trascender los intereses de aquellas; lo que deben buscar prioritariamente es facilitar la recomposición del tejido social afectado por el crimen cometido.
Los siete años largos que ha tardado la JEP en dictar sentencias han servido para que el país se dé cuenta de que la gran mayoría de los integrantes de las antiguas FARC-EP cumplieron su palabra de abandonar las armas, y se han reintegrado a la sociedad; no solo viven en la legalidad, sino que interactúan con la comunidad y desempeñan labores de las que derivan el sustento para ellos y sus familias. Curiosa e inesperadamente, la demora ha conducido a que ese objetivo central de las sanciones se haya cumplido antes de su imposición. Por eso es indispensable que las sentencias que se profieran no vayan a afectar esos resultados positivos; si los condenados son obligados a cumplir sus penas en lugares distintos a aquellos en los que ya están arraigados, y si además eso los priva de seguir desarrollando las actividades que les generan ingresos, entonces las sanciones terminarían siendo contraproducentes; los logros que hasta ahora se han conseguido, se perderían.
Para evitar que eso ocurra, lo aconsejable sería que los sentenciados cumplieran sus penas en los sitios en los que actualmente viven, y en horarios que no los fuercen a abandonar los trabajos que tienen. Solo así la sanción mantendría su condición de castigo (obligación de realizar tareas sin remuneración en beneficio de la sociedad) y, adicionalmente, constituirá un valioso aporte a la consolidación de un proceso de reincorporación social que ya está muy avanzado y constituye el propósito último del castigo.