En febrero del 2021 el presidente Duque anunció la extradición de cuatro integrantes del Eln a Estados Unidos, resaltando como un hito que era la primera vez en la historia de Colombia que eso ocurría y precisando que lo hacía “para que quede claro lo que son”.
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Hace pocos días El Tiempo informó sobre la sentencia que un juez de Estados Unidos emitió contra uno de ellos. El titular dice que la justicia norteamericana condenó al primer guerrillero del Eln; los siguientes renglones señalan, a manera de subtítulo, que se le impuso una pena de 46 meses de prisión; luego se explica en detalle que esa persona aceptó la acusación de haber distribuido una sustancia controlada con fines de importación ilegal y que la Fiscalía estadounidense pidió desestimar los cargos por narcoterrorismo y conspiración internacional de distribución de drogas de uso ilícito.
El contraste entre el anuncio de Duque y el desenlace judicial de este proceso constituye un buen ejemplo de los matices que encierra la figura de la extradición. Es, ante todo, un mecanismo de colaboración entre naciones, para hacer más eficiente el control de delitos transnacionales; pero como la forma en que los Estados encaran el fenómeno delictivo es un asunto de política —criminal, pero antes que nada política—, es evidente que el envío de alguien a otro país para que sea juzgado allí no es solo una cuestión judicial sino ante todo política. Por eso en Colombia la Corte Suprema emite un juicio sobre la viabilidad jurídica de las extradiciones, pero cuando este es positivo la decisión final está en manos del Ejecutivo.
En este caso es innegable que allá fiscales y jueces lograron una rápida condena, algo que difícilmente ocurre en Colombia, y eso es bueno porque la celeridad de la justicia es una ventaja tanto para la ciudadanía (transmite sensación de eficiencia) como para los procesados (evitan los efectos nocivos de estar varios años sub iudice). Pero también es evidente que la sentencia fue por un delito menor y que la pena impuesta fue corta porque los cargos por los crímenes más graves fueron retirados, probablemente como resultado de una negociación con las autoridades norteamericanas.
No es una decisión con la que, para usar las palabras de Duque, haya quedado claro “lo que es” el extraditado; luce más como el castigo a un pequeño distribuidor de drogas (30 kilos) que como la reacción contra el integrante de una organización armada al margen de la ley a la que se le atribuyen no solo delitos de naturaleza política sino, además, otros de lesa humanidad, crímenes de guerra, acciones terroristas y tráfico de estupefacientes a gran escala.
Por eso el componente político de las extradiciones no debe ser menospreciado; el Gobierno debe estar seguro de que la entrega de una persona a las autoridades extranjeras tendrá más beneficios que desventajas para nuestro país, no solo en cuanto a la prontitud de las decisiones que se profieran, sino también en lo que atañe a su alcance, a la reparación de las víctimas, al ofrecimiento de verdad y, no menos importante, a la posibilidad de que pueda responder en Colombia por otros crímenes no incluidos en las solicitudes de extradición.