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Mural

Yesid Reyes Alvarado

16 de diciembre de 2025 - 12:05 a. m.

El título de este texto es copiado de la más reciente publicación de Ricardo Silva Romero; una sola palabra, como acostumbra a identificar sus columnas. La diferencia es que mientras la reducida extensión de estas le permite desvelar muy rápidamente el mensaje que se esconde tras ese único vocablo, la longitud del libro planteaba el reto de mantener la incógnita a lo largo de 404 páginas. La solución que encontró es impactante: a medida que se avanza en su lectura, ese telón blanco en el que nuestra mente organiza lo que aprehende va mostrando eventos que, poco a poco, dejan de ser difusos y aislados para convertirse, con la frase final, en la obra que se anuncia desde la carátula.

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Al doblar la última hoja nos queda una viva estampa de lo ocurrido el 6 y 7 de noviembre de 1985 en el Palacio de Justicia; un collage de imágenes cuya conjunción en tan reducido tiempo parece irrepetible. La de unas fuerzas armadas que veían con recelo el trabajo de los magistrados que castigaban sus excesos como inadmisibles vulneraciones de derechos fundamentales, y se sentían deshonradas por los golpes que les había propinado el M-19. La de este movimiento guerrillero, disminuido militar y financieramente, con sus esperanzas puestas en una paz cada vez más esquiva. La de un grupo de narcotraficantes que vio la oportunidad de incentivar económicamente a los rebeldes para asaltar la sede de la Corte, y propiciar un combate en el que sabían que no habría tregua y terminaría con el sacrificio de un puñado de magistrados. La del comando armado ilegal atacando objetivos civiles, reteniendo a centenares de ellos como rehenes y usándolos como escudos humanos, en contra de las normas y la costumbre internacionales.

La de oficiales de la Policía retirando la vigilancia que habría impedido la toma sobre la que tenían conocimiento. La de un militar diciendo que se debe acabar a toda costa con los insurgentes, que ya luego se les hace un monumento a los magistrados que resulten muertos. La de miembros del M-19 disparando sobre los cautivos en el feroz combate final. La de las torturas y desapariciones de personas a quienes se señaló de atacantes o cómplices. La de un presidente de la República que no quiso o no tuvo el valor de detener la espiral de violencia que se había desatado a pocos pasos de su despacho, y que solo atinó a decir en su defensa que había pedido salvaguardar la vida de los secuestrados. La de cientos de víctimas, cuya incredulidad persiste 40 años después.

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El libro, como todos los que se han escrito acerca de este holocausto, como las decenas de columnas y artículos de opinión que se han producido, los documentales, obras de teatro y películas que se han hecho y se harán en el futuro, no son sino interpretaciones de lo que entonces ocurrió. Con las inconsistencias, puntos grises o vacíos que se les puedan atribuir, textos como Mural son imprescindibles porque constituyen el legado que nos permitirá seguir reflexionando en torno a la deshumanización de los conflictos y, recordando a Alfonso Reyes Echandía —el asesinado presidente de la Corte—, sobre la necesidad de que vuelva a primar la fuerza de la razón sobre la razón de la fuerza.

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