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Con el repudiable atentado a Miguel Uribe ha resurgido nuevamente la antigua discusión sobre el modelo jurídico que se debe aplicar a los menores de edad que delinquen. En la legislación colombiana está previsto que ellos sean remitidos a una jurisdicción propia, que reciban castigos muy reducidos frente a los que les corresponderían a los adultos por los mismos hechos, y que los cumplan en centros de reclusión especiales, cuyo régimen es notablemente más laxo que el ordinario.
Este tratamiento más benigno ha llevado a las organizaciones criminales a contratar a menores como sicarios, mostrándoles que si son aprehendidos y condenados nunca van a estar un tiempo demasiado prolongado privados de la libertad y que, en todo caso, no lo estarán en una cárcel. Es probable incluso que antes de cumplir con la totalidad de la pena de reclusión que les haya sido impuesta, ella les sea parcialmente sustituida por una de distinta naturaleza, como presentaciones periódicas ante autoridad judicial o servicios a la comunidad.
La razón por la cual los jóvenes van a una jurisdicción diferente es porque se considera que no disponen de la madurez intelectual requerida para comprender la ilicitud de su actuación, o porque ese déficit afecta la capacidad de regular su comportamiento de acuerdo con esa comprensión. Fijar un límite temporal a la consolidación de esas aptitudes no es la mejor solución; no parece correcto sostener que quien mata a otro 15 minutos antes de alcanzar la mayoría de edad no era consciente de lo ilícito de su proceder.
No tengo nada en contra de que se mantengan los 18 años como regla general para ser sometido a la justicia ordinaria, pero creo que debe abrirse la posibilidad de que, a través de dictámenes periciales, se pueda verificar si quien no ha alcanzado esa edad dispone ya de las competencias necesarias para entender que la conducta que realizaba constituía un delito y, pese a ello, la ejecutó. En el evento de que la respuesta sea positiva, esa persona debe ser juzgada y sancionada como un adulto. Expresado de manera breve: quien ha alcanzado la madurez suficiente para entender que comete un delito, dispone de ella para asumir las consecuencias de su comportamiento.
La situación inversa ya está regulada: aun cuando la regla general es que todo mayor de 18 años es juzgado y sancionado de manera ordinaria, ella no se aplica si se demuestra que el sujeto no posee el desarrollo intelectual que le permita comportarse como adulto. Sin embargo, la solución que se prevé para los casos en que el joven alcanza los 18 años antes de cumplir la pena es la de mantenerlo en el centro especial de menores, pero separado de aquellos y bajo parámetros diferentes, creando así una etérea tercera categoría en cuanto al diseño y ejecución del proceso de reinserción social. El Congreso debería aprovechar esta coyuntura para estudiar la opción de ajustar la normatividad que regula el juzgamiento y sanción de los jóvenes delincuentes; con ello, se podría desincentivarlos a aceptar las propuestas que reciben para perpetrar crímenes por los que se les ofrece, aparte de una remuneración económica, un tratamiento penal privilegiado.
