
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
La sentencia contra la influenciadora Epa Colombia (Daneidy Barreras) ha generado diversas reacciones; el editorial de El Tiempo, por ejemplo, admite que la pena es dura, pero la considera apta para aleccionar a quienes destruyen bienes públicos; el de El Espectador, si bien llama a reflexionar sobre la utilidad de la prisión, advierte que no había alternativa distinta a recurrir a la elevada sanción que se impuso. En mi opinión, la Corte se equivocó en este caso, lo cual no disminuye ni un ápice el alto concepto que tengo de quienes hoy integran la Sala Penal de esa institución.
Estoy de acuerdo en que quien comete un delito debe ser castigado, y en que debe serlo proporcionalmente a su gravedad. Lo que no está bien es forzar la interpretación de las normas para punir a alguien de manera más severa con el propósito de aleccionar a la comunidad social; ya hace mucho que en Colombia abusamos así del concierto para delinquir, que se suele imputar en casi todos los procesos mediáticos donde se investiga a una pluralidad de personas. Esa es una forma de expansión del derecho penal tan cuestionable como la que proviene del legislador cuando se excede en la creación de nuevos crímenes. La teoría del delito, cuidadosamente desarrollada por la doctrina y la jurisprudencia durante los últimos 200 años, debe ser empleada por los jueces como una herramienta para limitar el enorme poder del aparato punitivo del Estado.
El atentado a las Torres Gemelas en el 2001 marcó el comienzo de una “guerra” contra el terrorismo liderada por los países de Occidente, que no solo se ha librado —y se sigue haciendo— en el ámbito político, sino también en el penitenciario como lo muestra la reactivación de la cárcel de Guantánamo, y en el penal como puede verse en las modificaciones legales y jurisprudenciales que muchos países de este hemisferio han hecho para ampliar su alcance y reprimirlo más severamente. En estricto sentido, el terrorismo es una manifestación de violencia política (sin que eso lo convierta en delito político), organizada, con la finalidad de provocar un estado de terror en la población, que lleve a desestabilizar el funcionamiento de la estructura social, política o económica del Estado. Sin este último componente, que evidencia la existencia de un peligro contra la seguridad pública, no habría cómo diferenciar entre los graves delitos contra la integridad personal, la libertad individual, el patrimonio económico o los bienes públicos cometidos por bandas criminales, y las acciones terroristas.
Un caso emblemático de terrorismo fue el de ETA, (i) un grupo organizado, que (ii) recurrió a la violencia, (iii) para causar terror en la población (iv) con miras a desestabilizar las instituciones. En cuanto a Epa, claramente no se cumplen ni el primero ni el cuarto de esos requisitos, lo que debería haber llevado a que, además de por el daño en bien ajeno y la perturbación al transporte público, se la condenara como autora de instigación a delinquir simple, y no con fines terroristas. De esa manera, su castigo sería más la precisa consecuencia de lo que hizo, que la exagerada advertencia a la comunidad sobre lo que no se debe hacer.
