Carlos Fernando Galán acaba de recibir del Estado un terreno destinado a construir una nueva cárcel para Bogotá; esa es una muy buena noticia por varias razones. La primera, porque con ese gesto el ministro de justicia evidencia su talante conciliador al morigerar su posición inicial de no aportar ni un peso más para prisiones, un propósito tan encomiable como irrealizable. Abolir el derecho penal o el sistema penitenciario no consiste en dejar de usarlos de golpe, sino en hacerlos innecesarios; pero eso es algo que toma tiempo, requiere planificación a largo plazo y mucha inversión orientada a mejorar los estándares de vida de los ciudadanos y a garantizar que las cárceles tengan -mientras sigan siendo indispensables- condiciones respetuosas de los derechos fundamentales de los reclusos.
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La segunda, porque Galán les da a todos los demás alcaldes del país un gran ejemplo que deberían seguir. Su actitud lo muestra como un funcionario que, siendo consciente de la precaria situación penitenciaria del país, no se limita a lamentarla y esperar a que el gobierno central la solucione, sino que al destinar dinero para edificar este centro de reclusión logrará que 2.000 personas dejen de estar hacinadas en estaciones de policía y URIs que, al haber sido diseñadas como lugares de tránsito para los privados de su libertad, no están en capacidad de albergarlos respetando su dignidad.
La tercera, porque con este gesto se cumple una antigua norma que los mandatarios locales han sido reacios a cumplir, conforme a la cual el Inpec debe ocuparse únicamente de los condenados, mientras los municipios deben asumir el manejo de quienes solo tienen la condición de sindicados. Si esa directriz se acatara, si cada uno de esos entes tuviera una pequeña cárcel, el hacinamiento de las controladas por el INPEC desaparecería. Aun cuando eso signifique para los mandatarios locales una inversión económica (proporcional al tamaño del territorio), tiene la virtud de que atenúa muchos de los efectos negativos colaterales de la prisión: al estar en su entorno social, la despersonalización del recluso disminuye; la cercanía con su núcleo familiar no solo le brinda un indispensable soporte anímico, sino que evita su desplazamiento para asentarse en los barrios de pobreza que suelen proliferar alrededor de las grandes penitenciarías; ese entorno controlado permite operar más fácilmente programas de atención psicosocial, ofrecer capacitación y brindar posibilidades de ejercicio difíciles de implementar en los atestados presidios nacionales. Que estas ventajas no son una mera utopía lo demuestra el hecho de que la Cárcel Distrital de Bogotá cuente con reconocimientos internacionales por sus instalaciones y su funcionamiento.
Ojalá los demás alcaldes del país emulen en esto a Galán, y el gobierno central siga apoyando esta clase de iniciativas. El trabajo mancomunado de las autoridades locales y nacionales puede ayudar notablemente en el mejoramiento de nuestro sistema penitenciario (declarado hace muchos años por la Corte Constitucional como un estado de cosas inconstitucional), mientras creamos las condiciones sociales para su desaparición.