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Fui criada por una mujer santandereana que me enseñó eso de la “berraquera”. Nosotras, sus cinco hijas, éramos todo para ella. Fue mi maestra en el amor transparente y puro. Inspirada en ella, siempre pensé que quería ser madre, cuidar de otros y formar una familia.
A los 21 años quedé embarazada y me encontré con que lo último que deseaba era sentir algo creciendo dentro de mí.
Había conocido el testimonio de muchas mujeres, y desde mi profesión —abogacía— las escuché y acompañé en su proceso de terminar con un embarazo no deseado. Conocí las limitaciones de las entidades de salud y los reproches de la sociedad, de aquellos que critican sin ver a través del otro. Pero cuando fui yo quien se cuestionó si quería tener un hijo, lo olvidé todo. Sentí miedo, me sentí sola. Estaba en una relación desde hacía unos tres años, donde parecía claro “lo que tocaba hacer”.
Mi vida se encontraba a punto de sufrir muchos cambios. Estaba por salir de la ciudad chica a la grande. Enfrentarme a otras personas, a otros ritmos. Me cuestionaba si podría empezar a construir lo que había planeado, o si debía esperar nueve meses, o si, simplemente, todo se esfumaría. No quería ser reprochada ni juzgada, así que me quedé callada. Sólo acudí a una amiga.
Me tomó tiempo entender que no se trataba de un acto de cobardía o valentía. Era cuestión de tomar una decisión sobre mi cuerpo y también sobre mi vida, y más que tomarla, asumirla. Así que decidí abortar. El miedo a lo que otros dijeran llevó que lo hiciera por mis propios medios. Mi amiga me ayudó a conseguir las pastillas que necesitaba. Ese fue mi primer intento. Seguí instrucciones pero no funcionó. Lo intenté otra vez (ya eran ocho) pero tampoco funcionó.
Empecé a sentir desespero, así que busqué a un médico particular. Me dijo que para poder ayudarme necesitaba saber cuánto tiempo de gestación tenía, así que me pidió una ecografía. Lo hice y el médico que me la practicó empezó a mostrarme los resultados en la pantalla. Yo lo ignoraba y miraba a todas partes. Pero él hablaba y hablaba: “Mira, este es tu bebé”, y otras cosas por el estilo. Eso fue muy doloroso. Con el tiempo entendí que él no debía intentar manipularme para modificar mi decisión, aunque en ese momento solo sentí mucha tristeza.
Volví con el primer médico y, al ver que el tiempo era “prudente”, me ayudó. En esta ocasión, él mismo introdujo cuatro pastillas en el cuello del útero. Tampoco funcionó.
Pensaba en todo y nada a la vez. Llegué a pensar que, a lo mejor, si decidía seguir con el embarazo, no me quedaría sin hogar, o sin los medios para responder por alguien aparte de mí. Pero ese no era el problema. Lo que pasaba es que, simplemente, no quería tener un hijo, no quería ser mamá.
Decidí pedir ayuda a una mujer que fue mi mentora en la universidad. Ella me puso en contacto con otro médico quien me explicó que haría un procedimiento distinto. Tenía un costo, así que busqué los medios y el mismo día que lo conocí interrumpió mi embarazo a las ocho semanas.
Sí, las mujeres abortamos, y no lo hacemos por irresponsables o cobardes. Lo hacemos en respuesta a lo que queremos sentir y ser. Mi mamá fue una mujer maravillosa que decidió tener cinco hijos. Yo tomé otra decisión para mi vida en ese momento: abortar. Entendí que admirar a mi mamá no tenía nada que ver con mi capacidad de decidir sobre mi cuerpo. Las mujeres podemos admirarnos las unas a las otras, e igual ser distintas entre nosotras.
* Fabiana es un seudónimo.
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La ilustración fue realizada por La Ché, síguela en Instagram.
