Nos invitaron a hablar de palabras y violencia. Nos encontramos con Ricardo Silva Romero y Gilmer Mesa —escritores brillantes ellos— para hacer lo que los escritores no deberían hacer y hacen todo el tiempo: convertir en narración oral eso que costó meses y años poner en palabras escritas precisas. En este encuentro tenía sentido porque nos pidieron ver la violencia más allá de las historias que escribimos. Ellos y yo queríamos traer más lectores a nuestros libros atravesados todos por la violencia. Escribir es también convertirse en mercader de las palabras, buscar ojos que lean, almas que se conmuevan. De la mano de estos escritores entendí que escribir sobre violencia es hacer catarsis y es también buscar belleza en medio de la muerte.
La estética de un buen libro, de una figura literaria que narra el duelo, que nos sacude, puede tocar más que cualquier estadística. Dice Ricardo que las cifras de violencia molestan e incomodan, pero la literatura y el arte pueden llevarnos a comprender emocionalmente un hecho violento. Ver la camisa de un joven asesinado, el café que dejó a la mitad, escuchar el monólogo de una madre en duelo… Todo eso ayuda a entender la magnitud de la tragedia.
Dos escritores reconocidos y una periodista menopáusica mirando al pasado para tratar de entender el presente. Gilmer escarba en los recuerdos de una madre para crear un universo literario con espantos del más allá y del más acá que narra desde un cementerio. Ricardo escribe un libro que es también una película convertida en Mural para llevarnos a la primera fila de la toma sangrienta de un palacio que se convirtió en símbolo de todo lo que no nos puede pasar. Mientras ellos hacían su trabajo de escritores, yo hacía el de periodista arqueóloga escarbando en reportajes viejos para cruzar líneas rojas del oficio y contar en primera persona los dolores por mis muertos y por los muertos de otros, los dolores de los que quedan después de que pasa la aplanadora de la violencia. A veces la muerte no es lo peor: lo peor lo viven los que quedan.
En esa conversación, que titularon “Colombia contada: historia y violencia en la palabra” (en este enlace la charla moderada por Laura Camila Arévalo), hablamos de lo que alcanzamos a entender sobre nuestro conflicto eterno, hablamos de “violentólogos” porque en este país hay expertos que intentan explicar lo que no podemos acabar. Gilmer dijo que tenerlos era patológico y que le preocupa más tener tantos “violentófilos” y la indolencia de los que sienten que el problema “no tiene que ver conmigo mientras la violencia no se me mete a la casa”. Y recordamos que a todos de una u otra manera la violencia se nos metió en la casa. Escribimos para entender y sanar. Escribimos para sentir que algo hacemos desde el rincón que ocupamos porque intentamos escapar de la insensatez colectiva de mirar para otro lado.
Ricardo nos recuerda que cada quien tiene razones para su violencia y que cuando se tomaron el Palacio de Justicia todos estaban convencidos de que hicieron lo que tenían que hacer y por eso el epígrafe de su libro Mural trae esta cita: “Lo que es terrible de esta Tierra es que todo el mundo tiene sus razones” —Octave, en La regla del juego de Jean Renoir. Epígrafe del libro Mural de Ricardo Silva romero—. Y si todos tienen sus razones, todos pueden, podemos, tener razones para aportar al odio o a la nobleza. El problema no son los otros. El problema es convertir al otro en enemigo que merece ser eliminado. El problema es no sentirse parte del problema.
No termino aún la lectura de los libros Mural de Ricardo Silva y Los espantos de mamá de Gilmer Mesa. Decidí leerlos en simultánea para juntar historias, para cabalgar entre la ficción y la realidad que traen, para buscar la belleza de sus palabras entre tanto dolor. Por fortuna estos grandes escritores, sin la truculencia fácil, ayudan a encontrar la esencia de los seres humanos perdida cuando alguien decretó que debían ser eliminados.