Escribo con la certeza de estar en el momento equivocado para hacer este llamado, pero no me aguanto el desahogo: es tiempo de que líderes políticos y de opinión bajen un poco el tono a las palabras. El ambiente es propicio desde hace tiempo para el insulto, las emociones, las frases creativas que agreden y logran resumir en pocas palabras posiciones políticas sin que importe si hay verdad en ellas o no. Los líderes políticos y de opinión más exitosos lo han entendido y por eso es fácil verlos calentando a sus seguidores con mensajes que tienen hondo poder y que hacen daño. Mientras más fuerte y emocional, más exitoso. Bueno sería pensar en el momento que vivimos qué impacto tiene ese trino creativo y picante antes de publicarlo.
El estallido social que se vive en Colombia nos obliga a la prudencia en todos los sentidos porque si algo hemos visto en estos largos días de protesta es una colectiva desmesura que ha hecho mucho daño y ha costado vidas. Tal vez este exceso lo produce el estupor cuando estamos obligados a ver por fin lo que teníamos delante de nosotros y no queríamos ver. Mientras hay jóvenes reclamando derechos que son justos y hay violentos que le apuestan a escalar el problema porque siempre habrá quien saque partido de los muertos, muchos líderes en redes sociales o ante cámaras y micrófonos calientan los ánimos como si necesitáramos subir la temperatura de un conflicto ya desbordado. El momento nos obliga a escuchar y no a gritar. El momento nos obliga a pensar en salidas colectivas y en respuestas que solucionen las causas del problema. El momento nos obliga a entender a los otros, porque lo que pasa en la calle es el reclamo de los que no han sido tenidos en cuenta. Es literalmente “el baile de los que sobran”, que hoy reclaman su existencia no como objetos de programas sociales sino como sujetos de derechos plenos.
Lo primero al reconocer al otro es nombrarlo con respeto, como igual. La responsabilidad con las palabras es esencial y mucho más si se trata de periodistas, funcionarios del Estado o líderes políticos. No sobraría recuperar en este momento ese respeto a los otros, el respeto a la vida, a los derechos colectivos y a cada ser humano víctima de un hecho violento sin importar su bando. Sigo con la certeza de estar en el momento equivocado, pero tal vez quede por allí algún rincón para la sensatez. No se puede, desde una posición de poder, aplaudir la muerte violenta, ni la “justicia” privada, ni la agresión. Aunque siempre será preferible agredirnos con palabras y no con armas, el lenguaje es el primer paso para escalar o desescalar un conflicto.
Estoy revisando nuevamente por estos días un libro que un grupo de colegas publicó en el año 1999: Para desarmar la palabra. Diccionario de términos del conflicto y de la paz. Se buscaba entonces brindar una herramienta a los periodistas para entender el significado preciso de palabras que debían usar todos los días. Y era una manera de tener un lenguaje que no saliera de una parte en contienda porque un periodista no puede “comprar” las palabras que usa un bando para hacer la guerra. Un secuestro es un secuestro y no una retención, y una masacre es una masacre aunque se le quiera llamar homicidio colectivo. Lo mismo pasa hoy. Este Gobierno ha entendido el poder de la palabra y ha hecho muchos esfuerzos por nombrar la realidad y tratar así de controlarla sin lograrlo. Los manifestantes también han dado nuevos nombres a lugares porque entienden que las palabras tienen poder. Aunque el debate de hoy es cómo hacer un tag que se vuelva viral, creo que el momento nos obliga a desarmar las palabras. Sé que es un llamado desubicado en el tiempo porque hoy la emoción es lo que vende, pero a veces vale pensar en aquello que no vende, pero que necesitamos con urgencia.