Siempre es mejor agredir con palabras y no con balas. Siempre es mejor que la calentura se quede en las redes y en los gritos y no pase a más. Sin embargo, los discursos de odio con frecuencia crean el ambiente propicio para los delitos de odio. La historia está llena de ejemplos sobre palabras violentas que se convirtieron en el caldo de cultivo de agresiones físicas. Es por eso que, como sociedad, deberíamos hacer esfuerzos para bajar la densidad del discurso de odio. Y en ese camino conviene empezar por revisar el propio antes que por condenar el ajeno.
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Así como en las guerras cada quien tiene razones para justificar los muertos que provoca, también en las batallas verbales los que disparan palabras encuentran la forma de justificar las suyas y no pocas veces las usan pretendiendo condenar el odio ajeno. El camino para combatir el matoneo no es el matoneo porque eso solamente lo hace crecer. El discurso de odio se alimenta de discurso de odio, se multiplica, se replica, crece y puede mutar hasta ser una acción de odio. Las palabras tienen inmenso poder.
Es un debate complejo porque el discurso de odio limita con el derecho fundamental a la libertad de expresión que se debe defender por encima de todo. No se trata de censurar, ni de callar a nadie, pero sí de abrir una conversación sobre los límites de las palabras que estigmatizan, calumnian o agreden, en especial cuando lo usan quienes están en puestos de poder político o mediático. ¿Cuál es el límite? ¿Quién fija ese límite? En legislaciones como la nuestra existen la injuria y la calumnia, pero el discurso de odio, que con frecuencia calumnia o injuria, a veces usa otras sutilezas para agredir. Conviene recordar que toda libertad implica responsabilidad. ¿No será el momento de exigir a los líderes políticos y de opinión que discutan y controviertan sus diferencias sin promover el odio? ¿No será hora de empezar a ser responsables con las palabras?
Son muchos los llamados que hacen los defensores de derechos humanos y los organismos multilaterales sobre el tema. En la definición que hace la ONU, explica que el discurso de odio es “cualquier tipo de comunicación ya sea oral o escrita —o también comportamiento— que ataca o utiliza un lenguaje peyorativo o discriminatorio en referencia a una persona o grupo en función de lo que son, en otras palabras, basándose en su religión, etnia, nacionalidad, raza, color, ascendencia, género u otras formas de identidad”.
El discurso de odio generaliza para agredir a un grupo de personas y así estigmatiza a poblaciones, profesiones, religiones y todo tipo de sectores. El discurso de odio no argumenta cuando hay una opinión distinta: agrede a la persona y la descalifica. Hay discursos de odio contra las mujeres, los negros, los indígenas, los periodistas, los judíos, los musulmanes, los de izquierda o los de derecha, los activistas. Al convertir a todo un grupo en enemigo, se pasa por encima de las personas, se niega la individualidad. Eso facilita el matoneo, justifica la eliminación y promueve la negación de derechos.
El discurso de odio se usa en el debate público con tanta frecuencia que a veces parece perder el sentido y convertirse en parte de un paisaje hostil que nos rodea. Que sea cotidiano no lo convierte en normal ni atenúa el impacto que genera en las emociones colectivas. El discurso de odio ha sido parte de la batalla pública desde siempre y los historiadores nos recuerdan que grandes catástrofes de violencia estuvieron precedidas por ese discurso. Hoy, además, es un elemento de mercadeo porque emociona, es viral en redes, da puntos rápidos en las métricas y la política. Los líderes odian y promueven el odio porque para ellos es rentable de muchas maneras y no calculan hasta dónde sus palabras son parte sustancial de las violencias que nos rodean.