En dos semanas de Gobierno, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha provocado miedo en su país y en el mundo. Temen los países vecinos y los más lejanos por la amenaza de los aranceles; temen las personas trans y no binarias a quienes pretenden borrar de un plumazo en un pronunciamiento oficial que no reconoce su existencia. Temen los migrantes que trabajan y dan riqueza a ese país y han sido elevados a la categoría de criminales. Temen las mujeres porque los derechos conquistados a lo largo de décadas de batallas están en riesgo en el Gobierno de un hombre condenado por delitos de violencia de género.
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Es el triunfo del bully que impone su ley a los gritos, bajo amenazas, desconociendo derechos… a las malas. Trump no es un desquiciado que apareció de la nada. Su elección se logra por el apoyo de millones de personas. Eso y los aplausos que genera en buena parte de la población mundial evidencian un momento particular que vive la política internacional porque no es el único líder de este tipo que está imponiendo sus ideas a la brava desconociendo logros de convivencia de la humanidad.
Después de la Segunda Guerra Mundial, se entendió la necesidad de generar mecanismos de entendimiento colectivo para no repetir la catástrofe que significó esa confrontación. Los organismos multilaterales se reforzaron, se generaron acuerdos para convivir en la diferencia y se entendió que los caminos diplomáticos eran la vía para resolver conflictos. Nunca han dejado de existir las guerras y los líderes autoritarios han estado ahí, pero en estos 80 años se había logrado convertir en un valor colectivo la defensa de la democracia y el respeto a los otros. Se han violado normas, pero había una mínima vergüenza al respecto. Hoy se matonea con orgullo, se patea el tablero de frente, y no respetar lo pactado es un activo para un líder.
Esos acuerdos colectivos logrados se rompen cuando el bully impone su ley a la fuerza, echa por tierra derechos de las personas y mina por dentro la democracia con el beneplácito de sus seguidores en el planeta. Trump, como Putin en Ucrania, Netanyahu en Gaza, Maduro en Venezuela, por mencionar a algunos, representan una manera de entender el mundo que pasa por encima de los derechos ajenos. Sus liderazgos surgen en un momento histórico en el que hay un desprecio por los otros y un resurgimiento del “todo vale” si se trata de imponer una idea, un pensamiento, una política. Habíamos acordado que no todo vale, que hay reglas para negociar y hasta para hacer la guerra.
La pregunta que nos deberían ayudar a resolver los académicos, los investigadores, es por qué hay tantas personas en el mundo dispuestas a aplaudir la agresión, el quiebre de las normas y las formas. ¿Por qué líderes autoritarios tipo Trump están ganando la partida? ¿Cómo llegamos a este punto en el cual es evidente el riesgo para todos y aun así se apuesta por la fuerza? ¿Por qué la democracia parece estar implosionando? Esos personajes llegan por vías democráticas a sus cargos para desde allí desmontar derechos y valores ciudadanos.
Algunos explican que son tiempos de fundamentalismos alimentados por los algoritmos. Es un ingrediente, sin duda, pero antes de la revolución digital existieron también liderazgos nocivos que llevaron al planeta a momentos críticos. Puede ser el ciclo de las sociedades que se mueven en el péndulo de los tiempos de guerra y los de búsqueda de la paz. Puede ser la naturaleza humana, el fracaso de la democracia liberal o múltiples factores que no acabamos de entender. Lo cierto es que vivimos una época de miedo y no sabemos si esto terminará en un colapso de la economía mundial, una guerra nuclear o simplemente en la confirmación de que la ley la impone el más fuerte de manera velada o de frente y a las patadas, como ahora.