Otra vez, como ha pasado en reiteradas oportunidades en las últimas décadas, el país se mete en el debate de la dosis mínima y otra vez hay demasiado ruido y desinformación como para entender lo que pasa. Como bien se preguntaba en nota editorial El Espectador “¿Por qué no se pueden dar debates maduros sobre el tema de las drogas?”. Si queremos avanzar, lo primero es eso: debatir en serio sobre hechos, investigaciones, argumentos y realidad.
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Aquí se trata de la necesidad de encontrar salidas adecuadas a un asunto que toca la salud, la seguridad y las libertades individuales. Cuando son asuntos tan sensibles es cuando más se requiere responsabilidad para debatir. El fondo jurídico es bueno dejarlo a quienes saben del asunto porque son tantas las normas, leyes, decretos y fallos que cuesta al ciudadano de a pie entender sobre qué piso jurídico se para en cada momento. Hoy el debate se calienta por la derogación de un decreto que le impuso a la Policía la tarea de perseguir a consumidores de drogas, cuando hace años el consumo dejó de estar penalizado.
El mundo se ha movido entre la criminalización y el tratamiento de salud pública cuando se habla de consumo de drogas. A eso se suma el concepto de libertad individual para defender la decisión personal de consumir o no. Parece que en Colombia por fortuna ya pasó el momento de la penalización y estamos ahora en el ir y venir sobre cómo, dónde y cuándo se puede consumir. Esto no tiene que ver con el tráfico de estupefacientes, que sigue siendo perseguido. El mundo tendrá que avanzar en algún momento hacia la regulación de ese mercado, pero ese es otro asunto.
Sobre consumo, en el año 1994, un histórico fallo de la Corte Constitucional dejó claro que la dosis mínima forma parte del libre desarrollo de la personalidad. Reconocido ese derecho, lo siguiente es saber bajo qué condiciones y en qué circunstancias se puede ejercer. No sobra recordar que, en general, los derechos tienen limitaciones. Por esa razón, también en sustancias de amplia comercialización legal como el tabaco y el alcohol hay restricciones para su consumo y venta en lo que tiene que ver, por ejemplo, con la protección de los menores de edad.
Si hablamos de otras sustancias cuyo tráfico está penalizado y no así el consumo, es más retador. Hay que generar las condiciones que permitan a los adultos que así lo deseen ejercer su derecho al consumo responsable sin afectar a terceros, y que quienes no lo hacen o tienen preocupación por el consumo en lugares públicos pueden también tener acceso a esos espacios sin que deban, por ejemplo, ver a sus hijos sometidos al humo de marihuana. Lograr ese equilibrio parece a veces como buscar la cuadratura del círculo.
En el debate maximalista de posiciones que meten en el mismo saco a los consumidores, los jíbaros y los capos de la mafia es difícil entender las mejores formas para que todos puedan ejercer sus derechos mientras las autoridades combaten a los que deben combatir: a los traficantes. El consumo no puede ser perseguido por la policía ni se debe convertir en un pretexto para hostigar o discriminar a las personas. Tampoco se puede ignorar el temor de unos padres por las drogas que puedan encontrar sus hijos en un parque o el de otros que temen que las redes del narcotráfico recluten a los suyos. Por eso conviene establecer los límites de cada derecho y en especial proteger a los menores de edad que están en la mira de las mafias. Un debate serio es el primer paso para encontrar soluciones, entender las normas vigentes y ajustar lo que falta. Hay academia, expertos, estudios, pero nuestros líderes políticos y muchos protagonistas del debate público prefieren gritar en redes y micrófonos antes que ayudar a entender qué es lo mejor para la sociedad en su conjunto.