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El heroísmo es no matar

Yolanda Ruiz

04 de octubre de 2023 - 09:05 p. m.

Leo por estos días El libro del duelo, de Ricardo Silva Romero. Un hombre se va con el cadáver de su hijo a cuestas para tratar de conseguir justicia y contar la verdad. A su hijo, el suboficial del Ejército Raúl Antonio Carvajal, lo mataron sus compañeros por negarse a matar civiles inocentes. Así lo contó miles de veces don Raúl quien se hizo visible con sus años de protesta digna. Es imposible no preguntarse cuántos como él esperan justicia, reivindicación, respeto. Cuántos más buscan en la verdad el alivio a su dolor. Cuántos comenzarán hoy, mientras usted lee, ese camino del duelo inacabado.

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Escribo desde la desazón de sentirme perdida en este mundo de tanta indignación extrema por asuntos mínimos y tan poca compasión con grandes tragedias reales. Mientras repaso las últimas páginas del libro siento que ante un duelo como el de don Raúl y los suyos toda pena es menor. Mientras la vida se nos va dando vueltas al debate del momento o a la tendencia del día, la violencia quiebra familias, deja huérfanos, viudas y padres sin hijos que ni nombre tienen para su tragedia. La violencia no solamente mata, suele hacer cosas peores.

Y tal vez lo más grave que nos ha hecho, lo que nos condena a no salir del círculo vicioso, es que ante cualquier hecho violento, grande o pequeño, hay quien justifica la agresión. En algún momento deberíamos parar y dejar de justificar la violencia. No hay buen muerto, ni ataque merecido, ni agresión que la víctima se buscó. No debería haber espacio para creer que la violencia es el camino. Ninguna violencia. Matar no es heroísmo, aunque todos los ejércitos repitan que está bien hacerlo para poder hacerlo. Heroísmo el del suboficial Carvajal que no quiso matar, heroísmo el de su padre, don Raúl.

En algún momento también deberíamos intentar entender por qué la violencia está a flor de piel en nuestra historia. Por qué surge, qué la crea, qué la alimenta. En algún momento hay que mirar más allá del golpe, del disparo, de la piedra, del instante. Si entendemos por qué surge será más fácil desarmarla, desarmarnos. Y en este país de expertos en conflicto y violentólogos (qué palabra tan nuestra) estamos diagnosticados y sobrediagnosticados, pero en el día a día, en la conversación, en el post de redes, en los medios, lo fácil es ver aquello que agrede y condenarlo o justificarlo porque siempre alguien lo hace, y lo difícil es ver la realidad. Es lo que quería don Raúl: que se conociera la verdad detrás de la muerte de su hijo. El reto es la verdad, es entender la violencia, no para justificarla (como siguen haciendo con los falsos positivos porque “no estarían recogiendo café”), sino para combatirla donde toca y para hacer justicia.

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Las rabias contenidas son muchas y para algunos es negocio exacerbarlas, calentarlas, porque así se hace política, así se hacen negocios, así se consigue riqueza, fama y poder, y así lo manda la religión de las redes sociales, tan emotivas ellas, tan poco racionales. ¿He empujado la violencia de alguna manera?, me pregunto y al hacerlo reviso mis palabras, mis gestos, mis creencias, mis prejuicios. Me pregunto si vi en la calle a don Raúl y pasé de largo. No lo recuerdo, pero pudo pasar. Hay tantas historias que preferimos no ver.

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La dignidad de don Raúl nos abruma porque nos reclama desde su dolor. Ese dolor que se estrella una y otra vez contra la indiferencia de un Estado que no hace justicia para la mayoría y una sociedad que mira de lejos el sufrimiento ajeno porque sobrevivir es también a veces no ver, no entender, no escuchar. Eso nos hace creer que no somos parte del problema. Nos lleva a pensar que la historia del suboficial que no quiso ser parte de los falsos positivos y se convirtió en un muerto errante es problema de otros. Pero Raúl Antonio Carvajal es nuestro muerto y el duelo de don Raúl es el de todos, aunque a veces nos cueste entender.

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