Comienza el año final de mandato del presidente Gustavo Petro y es difícil que dé un timonazo en su gestión para que se logre un cambio importante en su gestión. Este es un Gobierno que, como todos, tiene logros, pero también muchas sombras. El mayor problema es un estilo de liderazgo que poco suma, que incrementa odios en un país de muchos odios y que tiene dificultades para armar equipo, para mantenerlo y para orientar sus acciones.
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El presidente Petro llegó al poder con un apoyo que iba más allá de la izquierda. Para muchos sectores, era clara la necesidad y la urgencia de reformas sociales que atendieran reclamos justos de amplios sectores. Por eso muchos líderes, grupos políticos y sectores sociales le dieron respaldo. El presidente gastó buena parte de ese capital político en peleas inútiles dentro y fuera del Gobierno. Fueron pocos los meses, en el comienzo de su mandato, en los cuales planteó acuerdos amplios. Es justo decir que aquello que se llama “el establecimiento” tampoco ha mostrado mucho interés en hacer transformaciones de fondo, pero es al presidente a quien le corresponde liderar procesos en medio de la diversidad.
No iba a ser una tarea fácil. No había que ser un gurú para pronosticar que habría obstáculos inmensos en el camino. La izquierda no había llegado al poder antes y en Colombia venimos de una historia de Frente Nacional explícito o tácito en el cual los mismos sectores se han turnado en el poder. Por eso los políticos pasan de un partido a otro con cinismo. El fondo es el mismo. Lo que distancia por momentos a quienes hacen política tradicional es cómo se suman los votos para llegar al poder, y al estar en él, cómo se reparten la burocracia y los presupuestos. La política transaccional se ha hecho desde hace décadas, el presidente Petro lo entendió y sumó a sus filas a políticos que le ayudaron a subir y luego se convirtieron en lastre para avanzar.
Es real que hay obstáculos y apuestas por el fracaso de su Gobierno, pero quejarse por eso, victimizarse, como hace el presidente, es una excusa para tapar un liderazgo errático y unas incapacidades gerenciales que se ven en los problemas para mantener a su equipo, trazar rutas claras de trabajo y sumar voluntades. Aun así, se debe reconocer al presidente que puso al país a discutir asuntos de fondo aplazados: con la accidentada reforma laboral, que resucitó con la amenaza de una consulta sobre la mesa, devolvió a los trabajadores algunos de los derechos perdidos. Sacó en el Congreso la reforma pensional que sigue pendiente de trámite constitucional y empujó la creación de una jurisdicción agraria de cuya implementación poco se sabe. Algo bueno es también tener a personas diversas en los cargos de poder. Algunos más capaces, otros menos, pero eso aporta nuevas miradas, otros conocimientos que vienen de terreno, de la realidad. Al presidente se le salen con frecuencia el racismo y la misoginia, pero algunos de sus proyectos han buscado aportar en igualdad.
En este último año, en plena campaña, poco va a cambiar en el estilo presidencial. Seguirá peleando desde su cuenta de X, se seguirá rodeando de personajes cuestionados, sacará a quien lo cuestione, llegará tarde o no llegará a eventos importantes, denunciará conspiraciones y golpes, mientras intenta sacar en el Congreso o por decreto la reforma a la salud, la bandera que agita desde el primer día sin que se vea mejora alguna para los pacientes. La crisis de la salud no comenzó en este Gobierno, aunque sí estalló de manera crítica ahora y no hay gerente que tome decisiones urgentes. Los ciudadanos pagan los platos rotos.
Es mejor no esperar mucho de lo que resta de Gobierno, pero todo puede pasar porque si hay algo que tiene el presidente es su capacidad para generar olas, ruidos y para poner el foco en los temas que él quiere. Tiene además a un tercio de los ciudadanos que lo siguen respaldando. No es poco. Ojalá usara ese poder en bien de la gente que confió en un cambio.