En un país en guerra constante contra las drogas, llama la atención la poca información de calidad que tenemos masivamente sobre el consumo de sustancias sicoactivas. No se entienden las diferencias entre ellas, los muchos grados de consumo que existen y el impacto real que pueden tener en la salud y la vida. Dos episodios de los últimos días pueden ser buenos pretextos para abrir la conversación sobre el tema: la carta del excanciller Álvaro Leyva en la cual plantea que el presidente Gustavo Petro tiene un problema de adicción, y la entrevista del ministro del Interior, Armando Benedetti, con la revista Cambio, en la cual habla de su tránsito por un consumo problemático de drogas y alcohol y sus esfuerzos por superarlo.
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Hay que hablar de adicciones y conviene hacerlo más allá de la satanización de las drogas. El moralismo no ayuda cuando se trata de entender fenómenos sociales para saber en qué momento comienza el problema y cuándo son comportamientos del libre desarrollo de la personalidad que no afectan a otros. No es lo mismo tomar un vino o una cerveza de vez en cuando, incluso con frecuencia, que sufrir de alcoholismo. Es igual con otras sustancias. Pedir a los expertos que aporten elementos a este debate es crucial. Este es un asunto serio como para dejarlo en manos de los políticos (de cualquier político).
He dicho y escrito en varias oportunidades que soy partidaria de la regulación más que de la prohibición y la guerra cuando se habla de alcohol y drogas. Creo que el consumo recreativo en adultos puede ser una opción individual y que el Estado debe intervenir para proteger a los menores de edad y a los más vulnerables, y para evitar que ese consumo que puede ser social o moderado se convierta en un problema. La prohibición ha hecho proliferar las mafias y la violencia derivada del tráfico ilegal. La oscuridad cubre la venta y la compra, y así es difícil detectar un consumo problemático o una adicción que requieren atención. Meter en el mismo saco a todo el que consume alcohol o drogas es un error de diagnóstico que no permite entender el fenómeno.
No es cierto que quien consume marihuana terminará consumiendo heroína o fentanilo, como no es cierto que todo el que consume alcohol tendrá un comportamiento adictivo. Bueno entender que el universo de las adicciones es muy amplio y que hoy se enfrentan múltiples alternativas que generan enganche nocivo sin ser sustancias prohibidas. Recordemos la alerta que hay sobre las redes sociales y el nivel de dependencia que pueden generar en algunas personas. ¿Hay que prohibirlas y convertirlas en delito?
Lo importante, claro está, es establecer cuándo el consumo de drogas o de alcohol genera un problema social e impacta la vida de otros. No me queda claro aún si el presidente tiene un consumo problemático de drogas o una adicción. Hasta el momento han trascendido muchas versiones y pocas evidencias. Las muy frecuentes ausencias en compromisos oficiales, su comportamiento errático, sus trinos enredados de madrugada, llevan a pensar que algo pasa. En una columna posterior al viaje a París, que ahora recuerda el excanciller, escribí que el presidente nos debía una explicación por esos comportamientos.
El mandatario tiene derecho a su vida privada. El punto es que, cuando se trata de un presidente, hay límites a ese derecho porque todo puede impactar el ámbito público y el interés colectivo. Si lo que pasa de puertas para adentro afecta su desempeño y su función en el cargo, tenemos un asunto de nivel público. Sobre sus comportamientos erráticos, incumplimientos y el irrespeto a los ciudadanos que lo esperan, todavía considero que el presidente nos debe una explicación seria y respetuosa más allá de decir que es adicto al café o al amor. Si vamos a hablar de adicciones, hablemos en serio.
