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Salvo que la muerte sorprenda de manera temprana, envejecer es el destino de las personas y eso que vemos como algo distante cuando tenemos veinte o treinta años, se vuelve real y tangible muy rápido. Colombia vive una etapa de transformación demográfica que marca un proceso acelerado de envejecimiento. Una sociedad que envejece tiene que tomar decisiones de mediano y largo plazo, tiene que transformase desde distintos escenarios, algo que parece imposible en los tiempos de populismos legales y debates virales que mueren en pocas horas.
No estamos por fuera de una tendencia global de acelerado envejecimiento de la población. El número de hijos se reduce y la expectativa de vida aumenta; una ecuación que enciende alertas. Sin embargo, en la mayoría de los debates para atender esta nueva situación se ve a los viejos como un “problema social” para atender, una población que debe ser objeto de políticas públicas (se requieren muchas, por supuesto), pero no nos ven como sujetos de derechos plenos que podemos aportar a la sociedad desde la mayor experiencia y conocimiento y desde múltiples capacidades.
Los viejos no somos una masa homogénea a la que se debe ver como “abuelitos” para consentir. Muchos lo son y disfrutan de la relación con sus nietos; otros no lo somos, y la mayoría prefieren ser interpelados con respeto y con palabras ajustadas a una realidad diversa. En la búsqueda de soluciones y alternativas para enfrentar el envejecimiento de la sociedad poco se habla con los viejos y poco se intenta entender las necesidades y realidades particulares de las personas. No es lo mismo envejecer con una pensión que no tenerla, como pasa con la mayoría. No es lo mismo tener una familia que no tenerla, tener vivienda que no tenerla. No se envejece igual en el campo que en la ciudad.
La diversidad de situaciones y de aspiraciones de vida se debe entender en su complejidad para que la sociedad pueda no solamente atender a sus viejos en sus necesidades básicas, sino en las posibilidades de vida plena. Algunas personas prefieren ser productivas hasta bien entrada la vejez. Otras quieren disfrutar de una jubilación y cambiar de actividad. Otras no pueden escoger porque no tienen con qué comer; la vejez no es una sola. Es inevitable, pero no es tragedia en sí misma.
Salir del estereotipo que infantiliza y minimiza a los viejos significa entender que la vida real, con todas sus posibilidades, se extiende más allá de los límites que hemos puesto a lo que se considera como edad productiva y que cada uno debería poder vivir la vida que desee. La discriminación por edad aparece desde muy temprano y lo saben quienes hoy buscan un empleo a sus 45 o 50 años. Ni qué decir de quienes quieren o necesitan seguir trabajando a los 60 porque la sociedad considera que a esa edad el único destino posible es esperar la muerte. Las mujeres mayores somos doblemente discriminadas y podemos presentar en muchos casos un impacto mayor de ese desprecio social a la vejez, en especial aquellas que han enfrentado la doble jornada por el trabajo del cuidado. Es más difícil para una mujer acceder a una pensión. Es más difícil ser cuidada cuando se requiere. Es más difícil ser respetada.
Es urgente el diseño de políticas públicas que garanticen inclusión, salud, cuidado y alternativas de ingreso pensional. Todo eso es imprescindible y es lo que aparece cuando se habla de vejez. No obstante, además de ver cómo se cuida a los viejos y cómo se garantizan los derechos mínimos, el Estado, los sectores privados, la sociedad en su conjunto, deben empezar a ver la vejez de otra manera. Cada viejo representa un gran conocimiento acumulado y, por regla general, la sociedad se da el lujo de despreciarlo cuando discrimina por edad. La juventud no es una virtud y la vejez no es un defecto. Son etapas distintas de la vida con retos y posibilidades. El cambio cultural frente al envejecimiento es tan importante como el acceso a una pensión.
