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Tiene varios retos el presidente Gustavo Petro y ninguno es menor. No es inusual en Colombia en donde todo parece grave y urgente. En medio de las denuncias de corrupción que afectan a su hijo Nicolás Petro, el Gobierno tiene que impulsar las grandes reformas que fueron banderas de campaña, mostrar al país que se pueden atender los reclamos sociales y que su modelo de Seguridad Humana no significa una pérdida de autoridad o un debilitamiento de la Fuerza Pública. Se miden estos días el talante del presidente y su liderazgo.
Me detengo esta vez en el reto de la seguridad que en un país como Colombia está siempre en el primer nivel de atención. Es extraño que en general en la historia no se haya visto como un asunto prioritario en la agenda de la izquierda a pesar de que es un clamor de la gente. La seguridad ha sido una bandera dejada en manos de la derecha que la reclama a cualquier precio. La izquierda, desde la oposición, ha sido muy crítica ante los desbordes de la fuerza pública y la respuesta militar a los problemas sociales. Ahora, desde el poder, debe demostrar la capacidad para tramitar esos mismos reclamos sin que se desate la violencia y conteniendo las amenazas de seguridad en el marco de lo que permite la ley y respetando los derechos humanos.
No es tan sencillo y lo que pasó en Los Pozos, en el Caguán, que terminó con la muerte violenta de dos personas, el sargento Ricardo Arley Monroy y el campesino Reinel Arévalo, pone en evidencia que solucionar los problemas sociales pasa también por el ejercicio de autoridad. Privilegiar la vida, base de la política de la Seguridad Humana del Gobierno Petro, es una decisión importante y plausible. Es posible que en ese mismo episodio en donde se lamentan dos vidas perdidas, se hubieran podido producir más muertos si la fuerza pública hubiera respondido con armas a una protesta que se tornó violenta. Sin embargo, las tragedias que no se dan son invisibles y lo real es la violencia que sí fue y que mostró una debilidad en el ejercicio legítimo de la autoridad por parte del Estado en situaciones desbordadas.
Lo que acaba de pasar en el Caguán es un libreto conocido desde hace años: primero hay un reclamo social al que nos responden las instituciones. Luego, ante la falta de solución, viene la protesta que en los primeros días suele ser pacífica y al final revienta en violencia, muchas veces alentada por elementos de grupos ilegales que pescan en cada río revuelto. Lo que no significa que todos los manifestantes son delincuentes como sostienen algunos. En una democracia es un riesgo mayor criminalizar la protesta social. También lo es dejar que se desborde y no atenderla a tiempo. Mucho más en un país con la nefasta tradición de resolver con violencia toda diferencia.
Una solución de seguridad es atender los reclamos a tiempo, darles salida. No esperar a que los ministros lleguen a apagar incendios después de los muertos. Vivimos en este país una radicalización muy intensa en torno a la protesta social y cuando la fuerza pública no logra responder adecuadamente se reafirman percepciones extremas: tanto los llamados a las salidas de mano dura con estigmatización de los manifestantes, como el actuar de grupos de defensa de distintos sectores que van por su lado porque no se sienten protegidos por las fuerzas legítimas del Estado como debería ser.
Mientras escribo, escucho reportes sobre el paro minero en Antioquia ante la orden que ha dado el Gobierno Nacional para atacar de frente la minería ilegal. Son varios días y ya se presentan bloqueos de vías y problemas que van subiendo de intensidad. El gobernador Aníbal Gaviria denuncia que hay presiones del Clan del Golfo. Esperemos que no se repita una vez más el libreto y que la autoridad del Estado pueda actuar como le corresponde, para atender reclamos y preservar las vidas.
