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Todos los que en Colombia tenemos memoria del 6 y 7 de noviembre de 1985 recordamos con máxima precisión lo que ocurrió esos días, porque fue un punto de quiebre en un país que ya estaba herido y que perdió algo intangible bajo las llamas que consumieron el emblemático edificio y se llevaron decenas de vidas. Todos los que fuimos testigos vivimos una pérdida. Al recordar, aparece el lugar exacto en donde estábamos, lo que hacíamos y la imagen que se nos quedó en la retina para siempre.
Mi recuerdo de esos días está atravesado por una sensación de náusea. Tenía 21 años y seis meses de embarazo. Estaba cerca del palacio cuando ocurrió la toma por parte del M-19. Contrario a lo que hubiera sido razonable, intenté acercarme al lugar. No sé si era mi espíritu de reportera joven, la insensatez del miedo que genera todo tipo de reacciones o algo más, pero mis pasos me llevaron hasta la calle 19 con carrera 7. No pude avanzar más. Un tanque estaba atravesado en la vía y desde allí se podían escuchar las detonaciones de la batalla que se libraba en lo que siempre hemos considerado “el corazón de la democracia”. La desazón que me embargó ante lo incierto del futuro que esperaba a mi hija por nacer, se me convirtió en una sensación de náusea que no supe lidiar. Volví a vomitar como en el primer trimestre.
En esos días de la toma y la retoma del Palacio de Justicia, hace 40 años, se vivió un punto de inflexión. Por eso conviene mirar ese momento y los años que siguieron para tratar de entender las complejidades de unas violencias que han mutado, pero no paran y nos siguen golpeando. Durante la década de los 80 y comienzos de los 90, este país vivió lo más crudo de un conflicto armado que parece no tener fin. En ese momento se cruzaron las violencias de las guerrillas, los paramilitares, el narcotráfico y también la violencia ilegal de agentes del Estado.
No es cuestión de viejos recordar los hechos dolorosos del pasado: es un ejercicio de supervivencia colectiva entender lo que nos ha ocurrido como país. Hacer memoria es más que revivir los hechos: es buscar razones en la sinrazón, es tratar de conectar los momentos críticos y sus consecuencias, porque eso que pasó hace 40 años está en las raíces de los odios que mueven los hilos de la guerra y la política de hoy.
Nos corresponde a quienes fuimos testigos narrar cada detalle a las generaciones que no lo vivieron y que lo conocen solamente como un hecho lejano en las imágenes de la época, que circulan en cada mes de noviembre o en los relatos de padres y abuelos. En Colombia la palabra “Holocausto” tiene otro sentido y haríamos bien en entender toda la dimensión de su significado. En algunas guerras cuando se viven momentos críticos que impactan de manera particular y colectiva, suelen encontrarse caminos para desescalar la violencia. En la nuestra, después del Palacio de Justicia faltaban todavía épocas oscuras. Faltaban varios años para llegar al sueño de una Constituyente que fue en su momento un intento de paz, un proyecto de país.
Los jóvenes de hoy contarán la violencia de estos días, la nuestra y la que vemos en el mundo. Que abran bien los ojos porque tendrán que contar a sus hijos y nietos que vimos una masacre diaria de líderes sociales y otra vez el asesinato de un candidato presidencial en Bogotá mientras otro hacía campaña con balas en la mano. Contarán que vimos un genocidio transmitido en redes sociales y a líderes autoritarios jugar con la vida de millones de personas. Hacer memoria es un intento por cambiar lo que viene y crear un futuro distinto. Es buscar el equilibrio entre lo que debemos recordar y lo que debemos pasar para seguir viviendo. Y usted, ¿qué estaba haciendo cuando se tomaron el Palacio de Justicia?
