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Es lamentable que el tema político haya opacado lo que dijo María Claudia Tarazona en recientes entrevistas —en Noticias RCN y Caracol Radio— sobre el proceso de duelo que vive con su familia tras el asesinato de su esposo Miguel Uribe Turbay. En un país de tantos muertos por hechos de violencia, hay que hablar del duelo, de lo que un hecho violento produce en las vidas de los sobrevivientes y de la necesidad de elaborar esas emociones para seguir adelante. No todas las víctimas tienen la posibilidad de estar acompañadas por profesionales de salud mental, no todas tienen el tiempo y las circunstancias para poder rehacer sus vidas. La familia de Miguel Uribe tiene esa posibilidad y las reflexiones sobre cómo se vive este duelo puede ayudar a entender lo mucho que tenemos pendiente por sanar en este país herido.
El dolor que vive hoy la familia de Miguel Uribe Turbay bajo el ojo público es el mismo dolor que viven en el anonimato las 117 familias —según Indepaz— de los líderes sociales asesinados en lo que va de este año y el mismo que padecen las familias de policías y militares asesinados. En el dolor humano, en el quiebre de unas vidas que no serán las mismas, hay una coincidencia vital, aunque las circunstancias sean todas muy distintas. Algunos han catalogado a los muertos como buenos o malos y a las víctimas las satanizan desde las orillas opuestas. Entender que en el momento del duelo todos sufren, es conectar con la empatía y con la capacidad de ver a los otros como iguales y poder ser solidarios con su duelo sin importar cómo se vive.
María Claudia habló de las emociones cruzadas y dijo que en familia tomaron una decisión clave: vivir el dolor y entender que Miguel está muerto, pero ella y sus hijos están vivos y por amor a él seguirán adelante. Lo fácil, dijo ella, sería llorar todo el tiempo, pero decidió no hacerlo. Habló de la culpa, de las muchas preguntas sobre “lo que hubiera pasado si…”. Es una sensación frecuente entre los sobrevivientes que se llenan de culpas y dudas sobre cómo se hubiera podido cambiar ese destino fatal, si hubieran podido hacer algo para evitar la muerte.
Cuando pienso en el dolor de Alejandro, el hijo de Miguel Uribe, recuerdo la imagen de un niño de nueve años llorando a gritos al lado del cuerpo de su madre, María del Pilar Hurtado Montaño, asesinada en Córdoba en junio de 2019 en una imagen que se hizo viral y luego pasó al olvido. La viralidad usa las emociones humanas y luego las desecha. Nada sabemos del destino de ese niño, ni de cómo pudo reconstruir su vida, si es que pudo hacerlo. María Claudia Tarazona detalla con precisión cómo el asesinato de su esposo no solamente acabó con su vida sino con un proyecto de familia y se llevó parte del futuro de todos: “Me toca resetear toda la vida”. Ninguna familia es la misma después de un hecho violento. Hay que recoger los pedazos, comenzar de nuevo, enfrentar las emociones y tomar decisiones sobre lo que viene después del trauma.
Los episodios de violencia se cuelan en las noticias hasta el momento de la muerte y pocas veces van más allá. Los relatos se quedan en la sevicia de los asesinos o en las investigaciones que se hacen o no se hacen para castigar a los responsables. Se habla de cifras de impunidad, pero poco de la salud mental de los dolientes. Y en el caso de familias que, además de perder a un ser querido pierden su casa y su seguridad económica, nada se dice de ese “no futuro”. Algunos se quedan en el pozo sin fondo del dolor, otros logran salir y vivir, algunos se convierten en líderes en sus comunidades, otros hacen política o se van al exilio, unos cuantos se convierten en victimarios alimentando el círculo de la violencia. Las declaraciones de María Claudia Tarazona que tienen consecuencias políticas se hicieron virales; lo que dijo sobre el duelo de su familia no. Este país tiene que hablar de duelo y aprender a enfrentar las emociones para bajarle al odio y comenzar a sanar.
