El martes 22 de julio, la ONU documentó que ya son por lo menos mil los gazatíes asesinados cuando intentaban conseguir comida; la cifra sin duda habrá subido para el momento en que usted lee esto. En medio de nuestros escándalos diarios, me pregunto si debo escribir otra vez sobre el genocidio en Gaza, sobre ese límite que cruzó nuevamente la humanidad en el que se ha perdido todo el respeto por la vida humana. Como especie esto lo vivimos, lo aborrecimos, lo condenamos cuando el régimen nazi mató a millones de personas en el Holocausto y nos mostró el horror de ese lugar al que no podíamos volver. Aquí estamos otra vez. La guerra, lo sabemos en Colombia, es buen negocio para algunos, y es una de las razones por las cuales no termina. Lo dijo Francesca Albanese, relatora especial de las Naciones Unidas sobre los territorios palestinos: en su más reciente reporte, habló de una verdadera “economía del genocidio”.
La guerra es buen negocio para los que sacan dinero de ella. Un negocio que se construye sobre cadáveres, sobre la pérdida de dignidad. Un negocio que se alimenta de la sevicia y la deshumanización extrema cuando se mata con hambre o se mata cuando se intenta paliar el hambre. Ya no se trata solamente de atacar blancos civiles, de asesinar niños, personas heridas, personal humanitario, periodistas. Todas esas violaciones del Derecho Internacional Humanitario se han cometido en Gaza y cada día hay más: el cerco que impide llevar agua y comida a los sobrevivientes, y ahora, la decisión es disparar contra los civiles que intentan conseguir algo de comida.
Creímos que las cámaras de gas nos habían mostrado lo peor. Cuando ese genocidio estaba ocurriendo, muchos no lo creyeron y fue necesario denunciar una y otra vez, mencionar a las víctimas, buscar sus huellas, mostrar los lugares y los detalles para que se entendiera la dimensión de lo ocurrido. Hoy, como hace 80 años, algunos niegan, no quieren ver, no quieren decir, temen que sus voces sean tildadas de antisemitismo. Nos corresponde decirlo con claridad porque en algún momento, como pasó en el Holocausto, se va a entender, se va a saber y se va a juzgar a quienes lo hicieron y a quienes lo permitieron.
Decir que el gobierno de Benjamín Netanyahu comete un genocidio no es antisemitismo. Muchos ciudadanos judíos padecen hoy las consecuencias de esa decisión y no comparten lo que está pasando. Decir que hay un genocidio no significa justificar el ataque de Hamás del 7 de octubre, ni el asesinato o el secuestro de civiles que ocurrieron ese día; eso se debe condenar con total contundencia. Decir que hay un genocidio no es desconocer el derecho a la legítima defensa: es recordar que se había pactado que las guerras tenían límites. La defensa tiene límites y en Gaza se cruzaron hace tiempo. Decir que hay un genocidio es recordar que no hay justificación posible para el asesinato de niños. Decir que hay un genocidio en Gaza y repetirlo en todos los espacios disponibles es reclamar el derecho a rescatar lo que nos queda de humanidad y pedir respeto para todas las personas.
Es más fácil no ver, no escuchar, no saber, mirar para otro lado. Mientras no miramos, sigue pasando. Como ocurre con nuestra guerra, mientras no miramos, las muertes siguen, los dolores siembran odios futuros, los niños piensan en venganza, las familias se quiebran, los traumas llegan. Esto tiene que ver con algo que sucede delante de millones de cámaras, aunque pasemos rápido por el scroll si nos encontramos con imágenes crudas que preferimos no ver. Si no es hoy, será después, pero en algún momento se tendrán que abrir los ojos para entender colectivamente lo que está pasando y ver la magnitud del genocidio. Sentiremos vergüenza una vez más por esta especie humana que no aprendió de sus horrores del pasado. En Gaza hay un genocidio en curso y denunciarlo es hoy una obligación moral.