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Vivir en los tiempos del desconcierto

Yolanda Ruiz

02 de octubre de 2025 - 12:05 a. m.

Vivimos un momento de estupor y desconcierto. Es la crisis de la democracia, un sistema que se ha considerado durante mucho tiempo como el menos malo de los que se ha inventado la humanidad. Es un movimiento telúrico constante que sacude los cimientos mismos de las formas acordadas para vivir. De Gaza a Ucrania, de Estados Unidos a Nepal, de Sudán a Colombia, proliferan los hechos que mueven aquello que dábamos por sentado. Por un lado, miles de ciudadanos reclaman su lugar desde la democracia directa que se toma redes y calles; otros, mientras tanto, aplican la ley del más fuerte que parece funcionar más que leyes y tratados. El nacionalismo crece frente a problemas que son globales, la era digital lo cambia todo con sus ventajas y sus peligros, y la inteligencia artificial abre puertas desconocidas.

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Cuesta a los analistas entender hechos inesperados. Se discute si la crisis es de la democracia como modelo político o del neoliberalismo como corriente económica que maximiza ganancias y cuida cifras macroeconómicas sin pararse en el detalle de quiénes ganan y quiénes pierden en esa permanente búsqueda de utilidades y crecimiento que excluye a millones. Se habla de un proceso de revancha de poderosos que nunca aceptaron de buena gana el respeto a los derechos ajenos y sienten ahora que pueden imponer sus normas. Hay protestas sociales que tumban gobiernos y queman parlamentos. En las calles se batalla para que se sigan respetando derechos ganados con sangre a lo largo de siglos, que se consideraban irreversibles y hoy se ponen en duda. Racismo, xenofobia, misoginia, homofobia, aporofobia son ahora considerados “valores” por miles y propuestas que convierten el odio en bandera ganan adeptos por millones.

En ese escenario tan convulso, proliferan los liderazgos autoritarios. Donald Trump impone sus propias normas de comercio internacional y viola todo derecho humano en su guerra abierta contra los migrantes. Benjamín Netanyahu ordena un genocidio delante de los ojos del mundo ante la total impotencia de los organismos multilaterales. Mata civiles apoyado por Estados Unidos, mientras Europa condena con timidez el genocidio y hace poco por detenerlo. Vladímir Putin lanza un ataque contra Ucrania que esperaba resolver en semanas y la resistencia deriva en una guerra larga y desigual. En otra guerra, la de Sudán, que poco entendemos, batallan mercenarios colombianos que se juegan la vida por un pago.

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En Nepal, los jóvenes de la generación Z tumban al Gobierno que censuró las redes sociales y logran poner a una nueva primera ministra elegida desde una red social después de dejar muertos en el camino de la revuelta. Algunos se preguntan si es legal esa elección mientras los hechos se imponen. En Albania, nombran como ministra a una figura creada por Inteligencia Artificial. Se llama Diella y ha declarado que no tiene intereses personales y que solamente tiene algoritmos y datos al servicio de los ciudadanos. En Colombia siguen matando líderes sociales y ambientales sin que “el Gobierno de la vida” logre parar esa masacre.

Ante todo lo que pasa, pareciera menor que el presidente Gustavo Petro arengue en las calles de Nueva York contra el genocidio y contra Trump y se quede sin visa. Lo cierto es que sus formas, o la falta de ellas, son parte de esa tendencia mundial que privilegia las emociones y las consignas. La razón ha perdido terreno, la diplomacia no funciona, las redes sociales tienen sus propias reglas, se usan para propósitos nobles o mezquinos y cambian paradigmas. En medio de la confusión, hay que apostar una y otra vez por los derechos de todos, por el respeto a los otros y a las normas acordadas. Hay que apostar por el fin de las guerras, de la nuestra y de las otras, hay que darle oportunidad al diálogo, a la diferencia y a los argumentos. Hay que insistir en la democracia a pesar de sus defectos. Defenderla no como privilegio de unos, sino como espacio incluyente para todos.

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