¿Cómo se convierte una causa justa en un dogma puritano?

Carlos Granés
19 de julio de 2019 - 05:00 a. m.

El ser humano vive de ideales, qué duda cabe. De creerle a José Enrique Rodó, los latinos seríamos incluso más proclives a ligar nuestras vidas a esas causas y a esas metas, como si sólo a la luz de un ideal pudiéramos sentirnos a gusto con nosotros mismos. Es en realidad una necesidad humana fundamental; de ahí la importancia y el hechizo que despiertan el activismo y el pensamiento de izquierda, siempre más inquietos que la apacible confianza en el pasado del conservadurismo de derecha. La izquierda identifica problemas. Propone soluciones. Fantasea futuros mejores. Concibe la vida como lucha, dinamismo, transformación. Y, sí, enardece corazones persuadidos de que bien vale la pena dedicar la vida a batallar por una determinada causa.

Ah, pero el corazón humano es un enigma lleno de rincones ocursos. La causa —su brillo, su urgencia— puede cegar. El que se convence de la importancia del fin y de su propia valía como vocero de la injusticia puede fácilmente trocar esa maleabilidad izquierdista en la más rígida ortodoxia derechista. Puede convertir al luminoso idealista en un dogmático puritano, elevado por encima del resto de sus congéneres para juzgar lo que hacen o no hacen, para ver si sus conductas se ajustan a un nuevo código moral, para ver si están a la altura de su propio compromiso, de su pureza, de la enorme virtud que derrocha consubstanciándose con la causa justa; para ver, también, si su lenguaje es el apropiado, si sus opiniones son las que tocan, si sus comportamientos delatan alguna grieta inconsciente —el vicio— que revela al infiel camuflado entre los puros.

Tenemos entonces a un nuevo pope. El que marca las líneas rojas, señala a quien pone un pie por fuera, decide quién hace parte y quién no de la tribu. Tú sí, tú no: el más antiguo de los vicios, el principio y el fin de toda dinámica excluyente, que convierte la moral en una valla fronteriza impermeable. La tentación nos persigue a todos. La moral, tan importante en la vida de cualquier ser humano, nos juega pequeñas trampas que pervierten sus más hondos fundamentos. Inspira comportamientos loables, sin duda, pero también esencializa de forma negativa a quien no los sigue.

En nuestra sociedad performática, el comportamiento noble demanda réplica o aplauso (likes), y quien no hace una cosa ni otra, quien no se suma a la cruzada, responde con un gesto escéptico o se atreve a recelar del juego interno de vanidades que oculta toda búsqueda de notoriedad pública, despierta dudas. ¿Está a la altura moral de los tiempos y de las nuevas reivindicaciones, o es un cepo rancio que nos impide avanzar hacia el paraíso soñado?

La ladera moral por la que camina el ser humano es estrecha. El deslinde, fácil, y la tentación siempre está presente: qué sencillo es convertir la causa moral en un arma para atacar al otro, para rociarlo, entre estertores fragorosos, con la propia podredumbre, los rencores, los odios, el inagotable deseo de revancha con la vida. La moral ofrece un refugio seguro desde el cual hacer todo esto. Una legitimación. Un derecho. Un deber. Pero entonces ya es demasiado tarde. El progresismo que inspiró la causa ha degenerado en un nuevo dogmatismo. En un orden puritano a la medida de quien ambicionaba una cuota de visibilidad y de poder para marcar con una letra roja al otro.

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