¿Cómo suena el silencio de la guerra en Colombia?

Columna del lector
08 de julio de 2019 - 05:00 a. m.

Por Cristian Prieto Ávila

En la guerra el silencio es un grito insonoro que transita ajeno al sentido instituido, es una liberación contradictoria que perdura en un tiempo mestizo. Una fusión de tiempos colombianos, cargados de un temor valiente, un pánico intrépido, una memoria que forcejea a pesar del olvido colectivo.

Sucedió en Cambao, un pequeño pueblo rodeado por las orillas del río Magdalena. Mi papá, que estudió medicina, llegó allá para hacer su rural. Mi mamá, que nació en Guaduas, llegó allá con su familia para escapar de la erupción del Nevado del Ruiz que destruyó Armero. El resto de mi familia y el conflicto armado, por alguna extraña razón, también llegaron a Cambao.

En el pueblo no había más que un par de tiendas con productos vencidos, una piscina pública sin agua, un cementerio con cruces improvisadas de madera, un centro médico de dos cuartos y un puente que, ante los ojos de un niño, parecía la mayor obra arquitectónica de la humanidad construida en medio de la nada.

Salí a caminar con mi papá en la madrugada y llegamos a la mitad del puente a observar el amanecer. Miré las aguas del río que corrían turbulentas debajo de nosotros, sus torbellinos que arrastraban árboles y peces muertos. Hasta que vi un tronco endeble cubierto con ropa, destrozándose. El cuerpo quedó atorado en la arena y las palabras en mi garganta.

Estábamos en guerra y en la guerra todos son el amigo leal que contiene al potencial enemigo. Mi papá suspiró, miró a los lados y, asustado por algún chismoso, por algún delator oculto, me apuró para regresar a casa. Cerró las puertas y esa tarde nadie salió, ni habló. Surgió un ambiente, cargado de encierro y desesperación, que aparentaba una falsa calma.

Ahí entendí que en la guerra el silencio no se puede atrapar. En medio del miedo y la desconfianza, surge como un punto de fuga. Una resistencia de rostros que se observan, compasivos, nostálgicos, para proteger a los que ya no pueden hablar y a los que callan mientras la cigarra, que muere por su canto, llena la ausencia en las noches del campo.

Desde entonces respiré con el mutismo y su falta de respuestas. Descubrí que el silencio emerge del ruido. Cuando desaparecían las palabras, en la mirada de los demás había un alboroto de voces simultáneas, una psicosis, una lucha interna. La voz del hijo que voló, sin despedidas, junto con el cuerpo desaparecido del vecino.

A final de año el murmullo excedía la música. Todos bailaban borrachos, golpeaban sus penas y lloraban a sus muertos. Había una pausa en Cambao. No importaba quién era paramilitar, guerrillero o policía. Solo importaba la gloria del pasado, el encuentro con lo que ya no estaba.

Mi abuela, como un acto religioso, cada fin de año me contaba la historia de un tío que vivía en el Tíbet con los monjes. Un día empacó sus cosas, repartió los adioses necesarios y fue en busca de su espiritualidad. Solo le envió una carta para decirle que estaba bien, que lo olvidara, que ya no pertenecía a lo mundano. Nunca leí la carta, mi abuela me la recitaba de memoria cada diciembre entre lágrimas atrapadas en lamento. Mi tío me pareció un ingrato, un hijueputa por dejar a su madre botada. Hasta que solté mi niñez y supe la verdad: mi tío nunca abandonó a nadie, desapareció en su moto una noche navideña. Silencio ruidoso.

Ahí entendí que en la guerra crecí a punta de mentiras. Las historias que escuché de mi familia fueron inventos para que no me enterara de la atrocidad que me rodeaba. Sus personajes y lugares parecían hechos con recuerdos inconclusos, como un muñeco mal cosido, que extravía, con total seguridad, la inocencia de cualquier infante.

En la guerra la familia miente, en desvaríos diarios y con el amor más honesto, para proteger a sus “criaturitas”. La realidad, confrontada con violencia intermitente, volvió amarga la vida y todos saben que ningún niño tolera un chocolate amargo, lo escupe sin pensarlo.

En un acto de locura, me obligaron a crecer en su engaño para que la esperanza no me desamparara. No soy el único, en Colombia nadie sabe lo que sucedió. Decidieron sacrificar la historia y su dimensión política a cambio de un poco de fuerza para continuar. Para aguantar con verraquera la guerra y mantener a flote la cordura. Lo comprendo porque mi familia alteró su memoria para soportar el dolor, dormir con la ausencia, sobrevivir.

En Año Nuevo, después de la celebración, las palabras en Cambao retornaban a su voz más baja. A los susurros que reinaban sobre un lenguaje paranoide. Nunca comprendí el tránsito, casi imperceptible, entre abandonar el estado de embriaguez y acoger la llegada de la sospecha, que, sigilosa, cambiaba la relación de las personas. El festejo, las risas y su aparente unión quedaban como el rastro de una fantasía.

Hace poco le pregunté a mi papá por lo que vivimos, por la evasión constante de los sucesos y el recelo con los vecinos. No supo cómo responderme, lo intentó, pero no halló las palabras con un significado concreto. Sintió frustración. Sintió algo que no es amor, ni odio, ni venganza, ni locura, ni temor. Sintió un desacuerdo, varias contradicciones simultáneas. Un silencio ruidoso.

Ahí entendí que la guerra infectaba con desconfianza y trastornaba el lenguaje; lo rompía y desarticulaba. En lo que asemejaba un sinsentido, un diálogo balbuceante, con repulsión y afecto, los significados cambiaban y desbordaban la razón. Nacía una forma expresiva con símbolos, referentes y conexiones particulares, anclada a experiencias que no pueden representarse.

Entendí que a veces los relatos del conflicto no pueden ser atrapados, ni siquiera con el lenguaje. Mientras renacen con sus tejidos, nudos, que desenredan al reflejarse en palabras con sus propios sentidos, hay una lucha interior que contiene caminos y encuentros, que resignifican lo vivido para que la muerte no los descubra.

Los huecos, las indeterminaciones, que brotan en el discurso y la memoria, son eslabones que le permiten crear una forma de vida imaginada, con un caleidoscopio de recuerdos contradictorios, a las personas que conocieron de cerca la guerra. Son el cambio posible, que sueña, en medio de la destrucción.

Estoy seguro de que no soy el único que conoce las historias con faltas, agujereadas por las balas y la brújula de un tiempo atorado, entre el conflicto y la incesante lucha por perdurar más allá del odio injustificado. No soy el único que conoce el silencio ruidoso que persiste en un país en ruinas.

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