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Completando el decálogo

Francisco Gutiérrez Sanín
20 de febrero de 2015 - 02:30 a. m.

La semana anteriror presenté las siete primeras reglas de la retórica uribista, y me concentré en su gran fortaleza.

En esta reviso las otras tres, y después analizo algunas de las debilidades del decálogo.

8. Sea varón. Es decir: pelee cada vez que tenga una tribuna. Al principio, cuando no tenía tantas cosas que explicar, el gran caudillo rara vez evadía algún debate; aún hoy se expone con gusto, aunque ya le saca el cuerpo a situaciones en donde sus numerosos asuntos especiales puedan salir a relucir. Pero el espíritu inicial está ahí. ¿Se acuerdan del presidente de Colombia en gira, apeándose de su automóvil para alegar acaloradamente, megáfono en mano, con jóvenes europeos que lo denunciaban? He podido comprobar que muchos de sus pequeños validos y áulicos siguen en esto —como en todo lo que puedan— al gran líder. Tengo que admitir que este arrojo —con todo lo que tiene de repugnante y gratuitamente agresivo— me produce cierta admiración. Qué diferencia con tantos círculos atrapados por el espíritu de convencer al convencido.

9. No hay límites. Uribe y los suyos tratan de sacar al adversario de su zona de confort. Por consiguiente, en cuanto comienza un debate pasan a la denigración. No sólo insultan sino que lanzan andanadas de golpes bajos. Cuentan que con esto paralizarán o silenciarán a su enemigo. Por eso, la crueldad de la retórica uribista resulta extraordinaria incluso en nuestro contexto.

10. Haga la pausa. Varios analistas han insistido, con razón, en la idea de que los uribistas repiten miles de veces una mentira con la esperanza de que termine siendo creída. Pero esto es sólo una cara de la moneda. La otra es la capacidad de espera. El alboroto uribista no es incesante; incorpora paréntesis de inactividad. Esto potencia enormemente su contenido intimidatorio. Contrariamente a otros líderes de espíritu autoritario —piénsese en Laureano—, Uribe y los suyos pueden “congelar” una campaña, de manera que cumplen dos objetivos a la vez: ensuciar pero también amenazar tácitamente con retomar el tema en cualquier momento, dejando así a su objetivo en vilo. Si el conflicto reaparece, pueden volver a sacar a relucir su “denuncia”.

No debe extrañar que esta actitud a lo Hannibal Lecter cause pánico y estragos. Pero hay que entender que ella también implica grandes y fatales debilidades: no por nada Uribe se ha derrumbado dramáticamente en los sondeos de opinión. En sus últimas salidas —el plantón frente a la Fiscalía y la patética gira a Estados Unidos— su compañera más fiel ha sido la soledad. Se está dejando contar: y por lo bajito.

¿Cuáles son esas debilidades? Las básicas son cuatro. Primero, por su propia virulencia esta retórica lleva a pelear en muchos frentes y con mucha gente distinta. Segundo, viola de tal manera las reglas mínimas de la decencia que genera antipatía entre diversos sectores, incluida su propia base electoral (ejemplos: Uribe sobre Mockus, Cabal sobre García Márquez, el indecente comentario de un chisgarabís cuyo nombre no recuerdo sobre el suicidio del hijo de Navarro). Tercero: se opone a temas muy populares, que una vez más una parte grande de su base electoral aprueba. Por ejemplo, la paz o políticas proequidad en el campo, que una mayoría amplia de colombianos quiere, son el blanco de los odios de una parte sustancial del liderazgo uribista. Pero no de muchos de sus electores, lo que pone a tales líderes en fuera de lugar. Cuarto, destruye vínculos con algunos auditorios importantes. Por ejemplo, por allá a principios de 2002 la gran mayoría de la tecnocracia estaba con Uribe; ahora casi toda ella se ha alejado.

Cualquier político despierto, con algún apoyo especializado, podría desarrollar antídotos contra esta cepa virulenta de la lógica del odio.

 

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