Conjetura, mi amor

Julio César Londoño
29 de agosto de 2020 - 05:00 a. m.

Aunque he fracasado en todos los géneros, tengo un cariño especial por el ensayo. Me gustan su nombre, tan humilde, y su exigua demanda en el mercado editorial, circunstancia que lo convierte en un auténtico “hueso” y lo libra de la vulgaridad del éxito. Como dijo un gentleman de la pampa, la derrota tiene una dignidad que la ruidosa victoria no conoce.

El ensayo breve es una forma sintética y esencial cuyo protagonista es el pensamiento. No se explaya en proustianidades, como la novela, apoteosis del ripio, señora parlanchina que vive extasiada con el sonido de su propia voz; ni quiere ser ingenioso a toda costa, como el cuento; ni tiene la contorsionista pretensión de decirlo todo en once sílabas terminadas en ía, como la poesía; ni se parece al teatro, cine de pedal, señor altisonante que sigue hablando cuando los espectadores se han ido.

En especial me interesa el ensayo de divulgación, ciencia + literatura, una suma tan feliz como la fusión de literatura y periodismo en la crónica moderna, el gran suceso de la información que tuvo lugar en la mitad del siglo XX, o como la mezcla del café con leche en la mesa.

El mío es un viejo romance. El flechazo ocurrió en plena adolescencia, cuando somos pura piel porque llevamos el corazón latiendo a la intemperie. En un quiosco, en un ejemplar de la revista Scientific American, descubrí el grabado de un escarabajo que hacía palanca con sus tenazas para mover una roca tres veces más alta que él. Sobre las finas líneas de la plumilla del grabado, un diagrama de fuerzas ilustraba el inteligente proceso del cerebro del animal. Esa fiesta de ciencia y arte me conmovió para siempre. Como el suceso debía ser inolvidable y trágico, la revista era carísima y no pude comprarla.

Julio Verne había abonado el terreno un poco antes. Sus aventureros, que encontraban el Norte en la manigua con una aguja, un corcho y un pocito de agua, o inventaban el fuego en mitad del Polo con rayos de sol y una mica de reloj, o volaban a la Luna montados en una bala de plata, me mantenían maravillado.

Luego llegaron a mis manos “Los últimos días de Immanuel Kant”, de Thomas De Quincey, y “El laboratorio de Voltaire”, de Edward Morgan Forster, dos ensayos que demuestran que los sabios pueden ser criaturas perfectamente cómicas, y “Vidas imaginarias” de Marcel Schwob, el autor que les enseñó a Borges y a Wilde, quienes lo plagiaron sin el más mínimo rubor, que la erudición es un punto de partida, no un fin en sí mismo, y que la conjetura es mucho más rica y creativa que el mero rigor, una severidad que riñe con las posibilidades que brinda un género que lleva el flexible nombre de ensayo.

Después leí el “Shakespeare” de Victor Hugo, un libro que va desde Job hasta Victor Hugo, y habla de todo y de todos, hasta de Shakespeare, con la mejor prosa del siglo XIX; y “El ratón, la mosca y el hombre”, del médico François Jacob, un libro de biología que nos revela, con la mejor prosa de la historia, los pasadizos que comunican la religión, el arte y la ciencia.

Nota. Un ejemplo del estilo de Victor Hugo: “El universo-hidra retuerce su cuerpo escamado de astros”. Y uno de Jacob: “El brujo y el científico se parecen: ambos explican fenómenos visibles por medio de fuerzas invisibles”.

Aclaración. El rigor es importante en la ciencia, por supuesto. Nadie quiere que le ponga las manos encima un cirujano especulativo. Pero especular es una operación clave en el proceso de creación de pensamiento. Y en la literatura: la especulación es la imaginación del ensayista. ¿Qué sería de la ciencia sin el genio de la conjetura?

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