Contra el odio

Héctor Abad Faciolince
05 de mayo de 2019 - 05:00 a. m.

Hace algún tiempo, en el Hay Festival, Cristina Fuentes me encomendó la grata tarea de conocer la obra de una mujer extraordinaria, Carolin Emke, una filósofa alemana de quien yo no tenía ninguna noticia. Su libro de ensayos, que lleva el mismo título de este artículo, Contra el odio, me impresionó mucho, y de alguna manera me enseñó formas de dudar de mis convicciones, de mis filias y fobias, de mis preferencias, certezas y animadversiones. El viernes pasado, en El País, Emke publicó un breve ensayo que se refiere al mismo tema, pues habla de las falsas dicotomías a las que se nos quiere someter, y defiende la complejidad.

El mundo contemporáneo, a nivel local y global, se está polarizando radicalmente en una lógica perversa de amigos y enemigos, de repudios y lealtades, de amores y odios. Este ambiente de bandos contrapuestos recuerda épocas históricas no muy lejanas en las que líderes irresponsables arrastraron países a la guerra civil, y continentes y alianzas de naciones a la guerra mundial. Quienes tenemos el privilegio y la responsabilidad de opinar en público con más audiencia que aquellos que apenas cuentan con 30 seguidores en Twitter, debemos hacer el intento de desmontar las falsas dicotomías en las que nos quieren obligar a tomar partido absoluto los promotores de la discordia.

Hoy termina la Feria del Libro de Bogotá. Algunos pensarán ingenuamente que, a diferencia de la política, en el mundo de la poesía, las ideas, la narrativa, no se crean también estas sectas, grupos y bandos. No es así. También en la literatura pareciera haber partidos, cismas, monjas, ministras, curas, obispos, papas y papisas. Si en los concilios de la religión que predica el amor ha habido venenos y cuchillos, en el mundo literario incluso hermanos que escribieron obras juntos terminaron en bandos que se odiaban (pienso en Manuel y Antonio Machado).

Las diferencias y odios entre los escritores tienen a veces un origen político (nacionalistas o republicanos), pero pueden depender también de escuelas (realistas contra cultores de la fantasía, poesía de la experiencia vs. poesía del pensamiento), de género (en las varias acepciones de la palabra), de sincera convicción de la mediocridad del otro, pero también dependen de alguna tontería: una reseña negativa, un voto en un concurso, la opinión en un puesto de trabajo, la invitación a un viaje a Francia o a Mongolia. Esto me recuerda un viejo chiste soviético sobre un concurso literario: Primer premio: una semana en Vladivostok. Segundo puesto: dos semanas en Vladivostok. Tercer puesto: tres meses en Vladivostok.

Últimamente en la política colombiana se nos ha informado que hay solo dos bandos: quienes están por la vida y quienes van por la muerte. Que de ahí no se sale y tenemos que optar. Se evade, en la discusión, toda complejidad. Las palabras destilan odio y falsedad, imprecisión: “sicario, sicario, sicario”. Recuerdo que una vez me peleé con un amigo porque este llamó “sicarios” a los hijos de Uribe. El lenguaje es importante, las palabras son importantes. Alguien decía que abominaba la mentira porque era una inexactitud.

Volviendo a la literatura, y recordando las mejillas de Jesús (en quien no creo como Dios ni profeta, pero sí como maestro de vida), me gustaría ofrecer una rama de olivo y hacer un homenaje a la complejidad. Hace poco leí una crítica formidable de una película que me había encantado: Roma, de Cuarón. No he leído nada mejor, más preciso, más conmovedor y justo sobre esa película. La nota la escribió en Arcadia Carolina Sanín. Al leerla recordé que ella misma me había llamado a mí su “némesis” (no sé si como enemigo, o como diosa de la venganza y de la justicia) y que una vez me invitó a asistir a su taller de escritura para enseñarme a escribir. A mí eso me pareció arrogante e hiriente. Hoy no lo pienso así. Creo que aprendería mucho en su taller y, si me queda tiempo, algún día, pienso asistir. No creo que nunca se acabe de aprender.

 

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