Corazón forajido

Héctor Abad Faciolince
03 de febrero de 2019 - 05:00 a. m.

1.En estado de reposo mi corazón marcha a un ritmo parejo de 60 pulsaciones por minuto. Se dice que el minuto está dividido en 60 segundos porque la base 60 es cómoda. Es el primer número que es divisible por los primeros cinco dígitos: por 1, por 2, por 3, por 4 y por 5. Y además por 10, 12, 15, 20 y 30. Pero yo creo que, cuando los segundos tuvieron algún sentido para medir el tiempo (y eso solo ocurrió cuando hubo relojes muy precisos), la elección del número de segundos por minuto pudo estar influida por el ritmo natural de un corazón sin taquicardia ni bradicardia. 60 pulsaciones por minuto es un buen punto medio, al menos si uno se mide la frecuencia cardíaca al despertarse sin ningún sobresalto.

2.Si apoyamos la cabeza sobre el pecho de la persona amada (y este ha de ser uno de los actos humanos más antiguos), además de la agradable sensación de la piel y del calor, de repente se oyen esos latidos rítmicos, ese pequeño motor que es la muestra de que estamos vivos. Nadie lo recuerda, pero sin duda la primera experiencia auditiva de todos los vivíparos es esa misma palpitación grave, oscura, doble, cavernosa. En la tibia piscina del líquido amniótico, ese constante tambor de carne tiene que producir sosiego.

3.Todos los hijos de médico recordamos fascinados ese momento en que nuestro padre o nuestra madre nos puso esa especie de pinza en las orejas (el estetoscopio), los dos auriculares, y nos enseñaron a oír los latidos de nuestro propio corazón: la última prueba de que estamos vivos. ¿Pienso, luego existo? No: palpito, luego vivo. Más Harvey que Descartes.

4.Tal vez de esa experiencia primordial provenga el éxito demoledor, casi el monopolio sentimental del corazón como metáfora. En los poemas y en las canciones está siempre presente. En la música culta y en la música popular. Sin embargo, el infarto o las enfermedades del corazón no son las dolencias que más nos gustan a los novelistas para enfermar o matar a nuestros personajes. En las novelas del siglo XIX los protagonistas solían morirse de tisis (la tuberculosis es quizá la más literaria de las enfermedades, piénsese en Thomas Mann). A finales del siglo pasado la enfermedad novelística más aprovechada fue el VIH, el sida. Estas enfermedades tienen el atractivo (o el terror) de ser contagiosas y largas. El origen de la enfermedad nos vuelve culpables o no. El cáncer, por ejemplo, es útil para pintar la injusticia de un personaje inocente aquejado por una enfermedad cuyos orígenes son más bien oscuros. La brutalidad del infarto, esa especie de machetazo, es más difícil de usar. Morir del corazón, en la vida o en un libro, es poco poético.

5.Es muy distinta la anatomía y la fisiología del corazón (con sus fallas eléctricas, con las influencias químicas de lo que ingerimos o nos inyectamos, con su ritmo preciso o sus arritmias), que las connotaciones literarias de una palabra, de una víscera cargada de metáforas.

6.Los médicos del corazón se dividen, según explica mi cardiólogo, en electricistas y plomeros: unos se ocupan de impulsos eléctricos, otros de tubería e hidráulica. Para un escritor el corazón es una antigua tradición cultural cargada de sentidos que no son literales. El oscuro depósito de las emociones. El conocimiento no racional, intuitivo, del mundo. Aquella famosa anotación de Pascal, tan cierta, de que “el corazón tiene razones que la razón no entiende”. La primera vez que me enamoré con locura le mandé a mi enamorada una carta escrita por la parte de atrás de un electrocardiograma que me mandé a hacer, fingiendo un dolor en el pecho, en una clínica de urgencias. Yo le decía que en esas líneas aparentemente caóticas se podía leer claramente la forma, la constancia y los picos enloquecidos de mi amor.

7.Recuerdo un chiste de mi tío Eduardo, médico, a quien se le murió un paciente de infarto en un prostíbulo. Dijo: “Yo le había advertido que podía hacer el amor tranquilamente, pero solo con la esposa”.

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