“YA QUE ESTAMOS EN BANCARROTA, este periódico le vale un millón doscientos mil euros”, me respondía riendo el vendedor de uno de los puestos de revistas en los Campos Elíseos.
“Esas crisis son mentiras... los ricos se preocupan porque van a quedar un poquito menos ricos y los pobres seguimos siendo igual o más pobres... es la misma mierda”, decía con sonrisa torcida un mesero mientras tomaba la orden en una brasserie de la calle. En los metros los jóvenes de piercing y pelos brillantes y las adolescentes de falda-bluyín, saco-chaqueta y bufanda mascaban chicle despreocupados mientras intercambiaban bromas y risas. Viejos secos y apergaminados por la resequedad del aire y los años leían silenciosos los titulares escandalosos de diversos periódicos: “El día en que el mundo se volvió loco”. “Pánico financiero”. “Ya el mundo jamás volverá a ser el mismo”. Los periódicos agotados y de vez en cuando, ya otra vez al aire libre, algunos mirando las ventanas de los edificios a ver si tenían la fortuna de presenciar algún defenestramiento.
Sin embargo, los grandes almacenes repletos de turistas, muchedumbres amotinadas en la Plaza de la Concordia para poder ingresar al Elysée gratis (conmemoración del fin de semana del patrimonio). Otros cientos en fila para subir al ascensor de cristal que se remonta a todo vértigo hasta la cima del arco cuadrado de La Défense . Construido todo en mármol de Carrara, acero y vidrio, desde donde se domina todo París, y en línea recta el horizonte se alarga pasando por el Arco del Triunfo, todos los Campos Elíseos, la Concordia y el Castillo de Vincennes. Arquitectura espectacular, sobria, imponente, serena y altiva. Montmartre como un hormiguero pisado, con miles de hombres, mujeres, niños en coche y viejos deambulando por sus estrechas callejuelas, comiendo creps de todos los sabores, comprando llaveros, carteras y pañolones con la Torre Eiffel pintada y corazoncitos de “Yo amo París”.
La verdad es que para la horda humana que pasea por la ‘Ciudad Luz’, la crisis pasó inadvertida, como una de las tantas hojas que se caen de los árboles en esta época del año. Restaurantes en los que comerse cualquier costilla de cordero con papas fritas cuesta, por persona, cien mil devaluados pesos de los nuestros, y me refiero a un comedero normal... otros en que la Coca-Cola con hielo y una tajada de limón resta del presupuesto veinte mil pesos... y ni para qué hablar de los sitios reservados para la “gente bella” –todos repletos– en los que atreverse a entrar significa una merma de seiscientos euros por pareja... Almacenes de carteras de tres o cuatro millones... y así todo... en plena crisis... Imagino que los grandes empresarios sintieron vértigo algunas horas, pero la masa, la masa rasa jamás se enteró... como en el Titanic, todos siguieron bailando mientras el barco se incrustaba en el iceberg.
El otoño se resiste en llegar. Atardeceres cálidos, cielos transparentemente azules y soles brillantes parecen no querer cederles el puesto a los vientos ni al frío. El calentamiento global parece que también trae sus recompensas a ratos. París como siempre. Un hervidero humano, una torre de babel en la que todos tratamos de posar de refinados, en los que es de buen gusto comerse un chocolate en Fouchon, sentarse un rato a contemplar los Nenúfares de Manet en Lorangerie, contener de pánico y estupor la mole de Notre Dame con sus gárgolas amenazantes y sus misterios escondidos, suspirar mirando el Sena desde el puente de Carlos III. Sacar euros constantemente como si fueran moneditas de a peso y mirar impotentes cómo el presupuesto se evapora, mientras el frenesí y la euforia de los vaivenes de la Bolsa, las hipotecas, la pobreza mundial o la riqueza danzan desenfrenados sin que nadie a cabalidad entienda de dónde venimos ni para dónde vamos.
