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Cuando las estatuas se mueven

William Ospina
05 de julio de 2020 - 05:00 a. m.

Siempre volvemos a preguntarnos cuál es la actitud que debemos asumir frente a los horrores del pasado: los genocidios de la Conquista, el tráfico de esclavos, el saqueo de tesoros culturales, los personajes históricos que en su tiempo practicaron y defendieron cosas que hoy nos repugnan.

Alguien me dijo que no podemos juzgar a la luz de nuestros valores actuales a los humanos de hace cinco siglos, crecidos en un mundo donde las cruzadas eran vistas como valerosas hazañas, donde la Inquisición era la justicia divina, donde el infame tráfico de esclavos era una aceptada práctica comercial, donde la violencia era la legitimadora de poderes y legislaciones, y donde los Reyes Católicos, que expulsaron de su tierra a moros y judíos, y persiguieron a todo el que no pudiera demostrar que era cristiano viejo, eran tenidos por grandes civilizadores.

Viendo la crónica del secuestro de Atahualpa y la masacre de la corte inca en 1533, cuando unos guerreros provistos de cañones, de armas de acero, armaduras, caballos y perros aterrorizaron un mundo que los acogía y mataron a miles de incas en una sola tarde, siempre me dije que si bien aquellos conquistadores nacieron antes de la Declaración de los derechos humanos, no pueden considerarse libres de culpa, pues afirmaban ser cristianos, y el decálogo de Moisés regía para ellos desde 1.500 años atrás.

No pueden decir los legitimadores del horror que los hombres del Renacimiento no eran capaces de advertir la malignidad de sus actos. En la misma España de Carlos V, el padre Francisco de Vitoria, cuando se enteró de la masacre de Cajamarca exclamó: “Se me hiela la sangre en las venas”.

Otra cosa es pensar que por los crímenes de la Conquista tengamos que odiar todo lo que somos desde entonces. Es tarde para decirle a Colón que no desembarque, es evidente que la lógica de las conquistas no fue solamente europea, y un fenómeno tan vasto y complejo como su avance por el territorio americano, las mezclas culturales y los mestizajes que allí nacieron, no permite ver las cosas sólo a la luz del código penal.

También en España se padeció la barbarie de los poderosos, se cometieron horrores en nombre de la cruz y de la corona, también allá hubo mártires de la dignidad humana y víctimas de la codicia y de la prepotencia, del mismo modo que aquí no solo llegaron genocidas sino apóstoles de la justicia, seres que amaron este mundo, gentes capaces de compasión y de solidaridad.

Hace años yo escribí con respeto y admiración un libro, Las auroras de sangre, para celebrar a uno de esos soldados, Juan de Castellanos, que aunque formó parte de las campañas de conquista dedicó su vida a cantar el mundo americano, a reconocerlo, a cumplir una tarea más humana y civilizada, y estuvo muy por encima de las ferocidades de su gente y de las costumbres de su tiempo.

La Conquista abundó en crímenes, pero también en hechos civilizatorios, mezclas irreversibles, alianzas profundas, síntesis poderosas: es un error borrar esa complejidad y pensar que lo que somos hoy es apenas producto del horror y del crimen. “Que nuestra tierra quiera salvarnos del olvido / por estos cuatro siglos que en ella hemos servido”, escribió Leopoldo Lugones.

Tenemos que ser capaces de criticar y condenar todo lo maligno de la Conquista y en general de la historia, sobre todo porque de mil maneras perdura y se repite, en el racismo, en el clasismo, en el militarismo, en el dogmatismo religioso, en la corrupción política, pero también tenemos que ser capaces de valorar todo lo noble y humano, todo lo que el mestizaje puede tener de síntesis, de alianza y de posibilidad creadora.

Ojalá todo lo resolviera el ruido de las estatuas al caer. Pero es cierto que la política suele convertir los conflictos históricos, los cruces de razas y de tradiciones en guerras despiadadas, mientras que la cultura siempre supo convertirlos en sincretismos, en diálogos, en símbolos y alianzas perdurables. En todo el continente la música es el mejor ejemplo. Al cabo de los siglos es imposible deshacer lo que ha ocurrido, solo se puede valorar y reinterpretar; redimir con símbolos reparadores y sobre todo con hechos de justicia, no de venganza, todo el mal del pasado.

Aquí la Independencia hace dos siglos cobró algunas deudas, y no me siento capaz de renegar de ella. Pero sé bien que esa independencia fue harto imperfecta, porque mantuvo la exclusión, la opresión y el maltrato sobre vastos sectores de nuestra sociedad como las comunidades indígenas y los pueblos esclavizados. Y la abolición de la esclavitud fue un simulacro mezquino. “Si no se creaban condiciones de igualdad y de convivencia, todo consistía en dejarlos libres de comida y de techo”, decía Estanislao Zuleta.

La enorme deuda no se ha pagado ni con el mundo indígena ni con los descendientes de esclavos, a los que algunos declaran africanos, no por respeto a ese sagrado origen, sino para excluirlos de nuevo, como si no fueran parte viva de nuestra nación desde el comienzo.

En México es bien difícil encontrar la estatua de un conquistador; aquí se diría que no hay ciudad que no tenga en la colina su Belalcázar de hierro. No digo que se los lleven, porque hay horrores que es necesario recordar, pero ¿dónde están los monumentos a los grandes luchadores por la dignidad y por la convivencia?

Sería un error pensar que es una cuestión de bronce. Más bello es proponer formas creadoras de la memoria, homenajes a nuestra naturaleza, siempre tan profanada. Yo preferiría que a las estatuas de los conquistadores las cubran las enredaderas, que las láminas de la Expedición Botánica, tan injustamente sustraídas por el absolutismo español, vuelvan a su mundo de origen. Que los símbolos del universo indígena y de la resistencia a la esclavitud tengan tanta presencia pública como los de otros componentes de la nación. Y que las gestas populares, los éxodos, las fundaciones, la apertura de caminos, ocupen su lugar en la memoria, como el bello monumento que hizo Manizales a los anónimos colonizadores.

Destruir símbolos es siempre una tentación. Pero ser mejores que los conquistadores es también negarse a perpetuar su rutina de repulsiones y de destrucciones. El más profundo homenaje que se les puede rendir a las comunidades profanadas es instaurar por fin con ellas el respeto y la gratitud.

 

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