De ateos y creyentes

Yolanda Ruiz
27 de abril de 2017 - 03:00 a. m.

No creo que tenga sentido un debate entre ateos y creyentes para definir quiénes son mejores, como el que surgió hace unos días. Abundan ejemplos en el mundo y en Colombia para señalar que unos y otros pueden convertirse en seres humanos grandes o mezquinos. El punto no es declarar una fe, es tener calidad humana, decencia y capacidad de respeto por la ley y por los otros para que todos podamos vivir según nuestras creencias o principios sin agredir a los demás.

Cuántos crímenes se han cometido con un libro sagrado en la mano y cuántas veces se ha agredido también a hombres y mujeres por su fe. Ni los ateos son demonios ni declararse de una iglesia garantiza buena conducta y para la muestra están decenas de sacerdotes violadores. No creo que esos delitos los pueda respaldar ningún dios. Tampoco los creyentes son cavernarios y los no creyentes modernos, ni la religión nos etiqueta para todo. Con frecuencia en las redes sociales aseguran que estoy condenada al infierno o me compadecen por no tener un dios en mi corazón cuando defiendo, por ejemplo, la igualdad de derechos para la comunidad LGBTI.

Sin entrar en debates sin sentido hoy me animo a hacer un acto público de fe. Soy creyente. Recibí la fe por tradición católica y la mantengo por convicción personal sin adherir a ninguna iglesia porque en ellas no creo desde hace tiempo. Creo en un Dios que tiene como primer mandamiento el amor a los otros y a nosotros mismos. Creo en ese Dios que ama, que perdona, que no discrimina, que nos ve a todos como hijos iguales, que entiende nuestras limitaciones humanas. Creo en el Dios de San Francisco de Asís, en el Dios de la pobreza y no de la opulencia, en el Dios justo que está por encima de los debates terrenales y que no necesita diezmos para amarnos.

No creo en el dios que inventaron los inquisidores para perseguir y quemar a los herejes. No creo que ningún dios haya encendido esas hogueras ni haya empujado la espada de los cruzados. Creo en eso que nos supera, que da sentido a todo, que está más allá de lo que podemos explicar, pero que también nos ancla a la tierra. Creo en los instantes sublimes que nos conectan con el universo y que no tienen nada que ver con acumular poder, tesoros ni vanidades.

Creo en el Dios que me habla desde los evangelios, pero sobre todo desde la mirada de cada ser humano, creyente o no, que me encuentro en el camino. Creo en aquel que dice “no juzguéis y no seréis juzgados” y que “tire la primera piedra el que esté sin pecado”.

Por eso, ante la pregunta sobre si confiaría la educación de los hijos a un ateo (pregunta discriminatoria que surgió en el debate sin sentido) mi respuesta es Sí. Sí confiaría la educación y la salud de mi hija a un ateo y también a un católico, a un musulmán, a un judío, a un agnóstico… Le confiaría mi suerte y mi vida, como lo he hecho ya, a quien no comparte mi fe si tengo claro que es una persona que respeta a los demás, que no abusa del poder, que no quiere imponer sus ideas a la fuerza, que tiene esos valores esenciales que tanto extrañamos estos días. Se trata de vivir en paz respetando las diferencias y a la ley que nos cobija a todos en un Estado de derecho.

Soy creyente, pero no pretendo imponer a nadie mi fe que es personal e intransferible porque no busco adeptos ni me preocupa en qué creen los demás. La libertad de cultos es sagrada, la protege nuestra Constitución, pero no podemos olvidar que nuestras leyes van más allá de cualquier religión como corresponde en un Estado laico y que no se puede, a la luz de ninguna creencia, abusar de las normas para violar los derechos de los demás. No hay debate posible, pero en el debate que no nombro tengo claro a quién confiaría mi vida.

 

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