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¿De dónde salen tantos violadores?

Yolanda Ruiz
02 de julio de 2020 - 05:00 a. m.

Además de preguntarme de manera insistente y obsesiva sobre los niveles de dolor y miedo que debió padecer una niña enfrentada a varios hombres armados que abusaron de ella, me pregunto también una y otra vez por qué ninguno de ellos salió en su defensa. ¿Qué se mueve en el cerebro y en el alma de estos hombres para que ninguno se conmueva ante el horror? ¿Actuar en manada nubla la conciencia? No entiendo cómo pueden coincidir en el mismo lugar siete violadores. Y no es solamente el caso de la niña de la comunidad embera. Me pregunto cómo se producen tantos violadores, de dónde vienen para que todos los días haya decenas de niños y mujeres víctimas de abuso. ¿Cómo funciona esta fábrica de violadores y por qué no logramos pararla?

En la vida cotidiana de miles de familias de todos los estratos y regiones, la violación es una constante macabra. Niñas sometidas de manera reiterada por padres, abuelos, tíos, primos. Menores y mujeres que no están seguros en sus casas y tampoco cuando salen a la calle porque el violador puede rondar en cualquier esquina. Si hablamos de nuestra guerra eterna, ningún grupo legal o ilegal se salva: guerrilleros, paramilitares, miembros del Ejército han violado y abusado. La violencia sexual es arma de guerra porque en muchos casos se usa para agredir a los contrarios. Si las víctimas se cuentan por miles, los violadores son otros tantos. Algunos agreden a bebés, en el extremo de la brutalidad.

¿De dónde sale esa violencia? Sicólogos y siquiatras que han estudiado el perfil del violador hablan de personas inestables, con problemas emocionales, muchos de los cuales sufrieron violencia o traumas en su infancia. El abuso tiende a generar más abuso y me pregunto entonces si los violadores de hoy están sembrando en algunas de sus víctimas la semilla de esa maldad para mañana. Eso, sin embargo, no me explica las violaciones en masa, como la que ocurrió con la niña embera y la que se denunció también por parte de otra comunidad indígena en el Guaviare. Por eso me pregunto cómo es que no hay en esos grupos de agresores uno solo con la cabeza sana para detener el hecho atroz.

Conversando con un colega periodista sobre el tema, él me decía que podía existir el miedo ante la mayoría porque en no pocas ocasiones, cuando alguien intenta disuadir a hombres armados de cometer un delito, termina convertido en otra víctima. ¿El miedo puede empujar a lo peor a un ser humano? ¿Puede un depravado convertir a otros que no lo son en sus pares para hacerlos cómplices de su delito o todos tienen en el fondo una violencia latente? ¿Cuándo se pierde por completo la dosis de humanidad que nos lleva a entender el dolor ajeno? Todo agresor crea una historia para justificar su violencia. Por eso en una guerra cada bando enarbola un discurso, una bandera. Se necesita eso para poder matar al otro y dar sentido a la barbarie. ¿Cuál es el discurso que se meten en la cabeza para poder violar a una niña? ¿Cómo viven después de eso?

Y qué decir sobre la impunidad en los casos de violación en general y mucho más cuando hablamos de niñas o mujeres campesinas o indígenas. Cuando son ellas las agredidas es casi seguro que las denuncias no van a prosperar. El racismo, el clasismo, el machismo han convertido en natural la impunidad en esos casos. La justicia suele caminar cuando la observan, cuando el ojo de la prensa o las audiencias de redes sociales exigen resultados. Si no es así, duerme lentamente en los archivos. En septiembre se denunció el caso de la otra menor indígena que habría sido abusada por varios miembros del Ejército. Han pasado nueve meses y al momento de escribir esta columna no se conocen resultados de las investigaciones. Mientras tanto, vidas destruidas por esos violadores que actúan solitarios o en manada. ¿De dónde salen?

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