De fútbol no vive el hambre

Héctor Abad Faciolince
10 de mayo de 2020 - 05:00 a. m.

La semana pasada me dolía de la situación de los músicos en tiempos de pandemia; la antepasada, de la de los niños; antes aún, elogiaba el sacrificio de enfermeras y empleados sanitarios. Esta semana quisiera ocuparme del fútbol, pero no para lamentar la situación de los futbolistas profesionales, la de los equipos poderosos o la de los empresarios, sino para hacer ver que hace dos meses no hay fútbol y no ha pasado nada. Nada. No hay adictos en crisis de abstinencia; no hay millones de telefanáticos protestando porque llevamos meses sin el Barça, ni el Manchester ni el Real, sin que puedan ver ese pasatiempo que al parecer era la cosa más trascendental de cada día y de todas las semanas. Ni Messi ni Ronaldo, al fin y al cabo, sirven para curar el coronavirus. Al fin, al fin nos dimos cuenta de que los médicos eran más importantes que los futbolistas en una sociedad que pone las prioridades al derecho.

Creo que este silencio del fútbol internacional, el silencio de los periodistas deportivos que se quedaron sin tema (cuando antes dedicaban horas y horas de babas para discutir bobadas), esta ausencia de goles, de repeticiones en cámara lenta, de discusiones eternas sobre un off-side o una mano involuntaria, sobre desafíos, clásicos o chismes de novias o millones de euros por traspasos, pases y contratos, todas esas ausencias que no nos hacen falta, nos han recordado algo importante: que el fútbol no es tan importante. Que las enfermeras, los médicos y los hospitales son mucho más necesarios que los estadios. Que más vale tener camas de UCI, vacunas, anticoagulantes, antibióticos y máscaras de oxígeno, que camerinos con salas y jacuzzis.

Las crisis, por lo menos, reorganizan el orden de las prioridades. Lo más importante es producir comida, saber prepararla y distribuirla. Lo más importante es tener agua limpia para lavarse las manos. Lo más importante es tener una casa con aire y espacio y un parque verde en el barrio para poder descansar y pasear a distancia. Es mejor entrevistar a un experto en virus, en contagio, en tratamientos o prevenciones eficaces, que a un especialista en los resultados de todos los partidos de todos los mundiales. Mejor un matemático que entienda de curvas, el crecimiento estadístico, los escenarios distintos según el índice de propagación de una enfermedad contagiosa, que un sabelotodo en estrategias de ataque y defensa en equipos de once tipos.

No desprecio el fútbol. Sé que hay artistas y atletas de este juego ameno. Yo también grito y gozo cuando Colombia hace gol y me enfurezco con los errores del árbitro (sobre todo cuando nos perjudican, pues los humanos no somos robots imparciales). Como no lo desprecio, me ha convenido a mí también que esta crisis haya venido a recordarme que un futbolista no debería ganarse al año más que lo que cuesta mantener un hospital. Que los centros de salud van antes que las canchas. Que el espectáculo y la diversión no deberían trastocar tan hondamente todas las prioridades.

El fútbol espectáculo no es un fenómeno que tenga que ver siquiera con el deporte, con la actividad recreativa, con el ejercicio que nos hace más sanos y más aptos para aguantar las enfermedades y el paso de los años. A estas alturas considero que el fútbol profesional no debería depender de un ministerio de la cultura o del deporte, sino más bien del mismo departamento de “rifas, juegos y espectáculos”, que regula el chance y las loterías. Debería ser tratado como una pequeña adicción colectiva que, más que promover y ayudar y publicitar, habría que tasar, como los casinos. De las ingentes ganancias del fútbol, de la publicidad por el fútbol, de las transmisiones de fútbol, de las federaciones de fútbol, habría que sacar una tajada grande, enorme, la más jugosa y la más amplia, no para futbolistas, gremios o empresarios, sino para la salud de todos los ciudadanos.

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