Para entender la época que vivimos, es muy útil recordar que, aunque tenemos capacidad para usar la razón, los humanos también actuamos motivados por ideas de diferente naturaleza simbólica, como mitos, religiones, ideologías, teorías científicas, normas, leyes, códigos, rumores, chismes y hasta supersticiones y magia.
No todas esas ideas tienen la misma fuerza y en cada etapa histórica algunos relatos toman preeminencia y guían el comportamiento de las personas. Por ejemplo, durante siglo y medio después de la Independencia, en un país muy pobre y dividido jerárquicamente, nuestra vida política y social y la de buena parte del mundo estuvo determinada en gran medida por quienes creían que el Estado, la educación y la moral debían estar guiados por la religión, por un lado. Por otro, estaban quienes creían que debía haber una separación entre la Iglesia y el Estado y que la moral y las costumbres debían ser una decisión privada de las personas.
Después de la Segunda Guerra Mundial, a medida que la división jerárquica se fue transformando hacia una división funcional de la sociedad, y a medida que se expandía la economía de mercado, se acentuaba la urbanización y mejoraban los niveles de bienestar y las economías se integraban al mundo, esos antiguos relatos comenzaron a perder preeminencia, para, gradualmente, dar paso a la fractura entre el comunismo y la democracia liberal.
Mal que bien, durante casi medio siglo esos nuevos relatos, que en términos económicos enfrentaron a la economía planificada con la economía de mercado, dieron orden, coherencia y estabilidad a gran parte del mundo. La caída del muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética parecen haber marcado el fin de esos grandes y viejos relatos que, aunque enfrentados, dieron sentido y significado a las sociedades y a las personas, sin que, hasta ahora, hayan sido reemplazados por otros macrorrelatos de amplio alcance transversal. Quizá la excepción es la economía de mercado, que, al imponerse en Rusia, China y Vietnam, sí parece haberse consolidado a escala mundial.
Pero en la esfera política e ideológica, las ideas liberales han cedido espacio a un tribalismo de identidades, definidas con base en el género, la etnia, la raza, la orientación sexual y las localidades, esferas que se suman a las viejas y disminuidas fracturas religiosas y de clase social. En esta torre de Babel de identidades y microrrelatos, el populismo de todas las ideologías ha logrado una gran fuerza al plantear un relato basado en una supuesta opresión de una élite malévola sobre un pueblo bueno y noble. Pero, pese al impulso que han alcanzado, es improbable que estos movimientos y narrativas populistas logren mucho alcance porque, aun si llegan al gobierno, en sociedades ya divididas funcionalmente, ni la política ni el Estado tienen la preeminencia del pasado, a no ser que adopten forma de autocracias o dictaduras.
De esta forma, los defensores de la sociedad abierta deberán reivindicar un relato que, por la vía positiva, promueva una nueva ciudadanía basada en la democracia liberal, la autonomía de los individuos, la solidaridad con las personas con pobreza extrema y con discapacidad, la defensa del medio ambiente y, muy especialmente, la libertad. Ese relato deberá explicar que la democracia y la libertad, al ser creaciones humanas, no tienen asegurada su supervivencia, razón por la cual tenemos la obligación de protegerlas.