De la inutilidad de la ciencia

Columnista invitado
16 de octubre de 2019 - 05:51 p. m.

 

Juan-Manuel Anaya, MD, PhD.

Luego de una pasantía en la Universidad de Glasgow, a mediados del 2001, regresé al país con resultados que nos permitían comprender mejor el papel que tiene una molécula del sistema inmune en una de las enfermedades que investigamos. Escribo en plural porque nunca he hecho nada solo. He contado siempre con la colaboración de un grupo de trabajo, ejecutado nuestros proyectos en instituciones serias y publicado nuestros resultados en revistas indexadas. En suma, todos los factores de la ciencia han coincidido en nuestro trabajo: el proyecto de saber, el grupo, la institución y el interlocutor. La ciencia, como bien lo afirma Hernán Jaramillo, es una coincidencia.

La anécdota la cuento porque una vez de nuevo en el país y reiniciado la consulta habitual, uno de los pacientes que me esperaban preguntó por lo que había hecho durante el viaje. Con emoción le compartí las jornadas de trabajo, de ensayo y error, los análisis y los resultados. Una vez terminé mi narración, el paciente me interpeló: “Y, doctor, ¿para que sirve lo que hizo?” Sorprendido con su pregunta, pero entendiendo el significado de la misma, le respondí: “para nada, o casi nada”. En efecto, nuestra mayor preocupación ha sido aprender para comprender. Han pasado casi 20 años y aquel trabajo sigue siendo citado por otros investigadores, y dicha molécula se estudia como blanco potencial de nuevos tratamientos para algunas enfermedades autoinmunes.

¿Qué es entonces la ciencia, además de una coincidencia, y para qué sirve? Definiciones hay muchas y ensayos y libros sobre el particular otros tantos. Una definición simple, real y etimológica es que la ciencia es lo que hacen los científicos, es decir, generar conocimiento. Pero ese conocimiento debe no solo ser el resultado de un proceso riguroso de experimentación, basado en métodos, modelos y teorías, sino haber sido validado previamente a su difusión y puesta en consideración de quienes lo legitiman, es decir, la comunidad científica, los pares académicos. Por eso una de las características más representativas de la ciencia es la de ser tangible. En otras palabras, independientemente de la utilidad inmediata de una investigación científica, los resultados deben estar al alcance de quienes quieran consultarlos y discutirlos; es decir, deben estar publicados. Porque antes de hablar los científicos deben escribir.

La publicación permite la evaluación de la falibilidad, dado que la verdad científica no es siempre absoluta, definitiva ni total. Puede ser relativa, provisional y parcial. Estas características explican el principio de refutación que postuló Karl R. Popper, que se caracteriza por la verificación de las afirmaciones científicas (y por lo tanto la posibilidad de ser refutadas), diferenciándolas de las afirmaciones ideológicas.

Dado que no existe un único método científico, no existe tampoco una definición universal de la ciencia. Una puede ser la visión de la ciencia desde la sociología o la economía, otra desde la física y otra desde la salud o la biología, para no citar sino algunas. No obstante, en todos los casos el trabajo científico se basa en la curiosidad, el análisis y la investigación sistemática. Este trabajo científico, como bien lo define el artículo 71 de nuestra Constitución política, “es libre”. 

Pero libre no significa útil. ¿Puede entonces la ciencia ser inútil? La respuesta la dio Abraham Flexner hace 80 años en su ensayo “La utilidad del conocimiento inútil”, en el cual defendió la conveniencia de abolir la palabra utilidad de la ciencia y liberar el espíritu humano, pues “las satisfacciones inútiles pueden revelarse inesperadamente como la fuente de la que deriva una utilidad insospechada”. Ejemplos de aparentes inutilidades de la ciencia hay muchos. ¿Cuántos resultados de investigaciones consideradas inútiles han sido posteriormente fundamentales para la tecnología y la innovación? La pregunta habría que replantearla entonces: ¿Cuánto tiempo hay que esperar para obtener la utilidad de la ciencia? O mejor, ¿qué es ciencia útil? En este caso, la respuesta dependerá de lo que se entienda por utilidad. Si se tienen en cuenta los factores de la ciencia señalados anteriormente, toda ciencia es útil porque mejora la educación y las capacidades humanas, y fortalece las instituciones y el ecosistema científico. Adicionalmente, aportar “actitudes científicas” en los debates públicos y combatir la arrogancia tecnocrática son dos funciones no instrumentales de la ciencia, como lo señaló John Ziman. 

Es gracias a la ciencia que existe la tecnología (la aplicación de los resultados validados de la investigación para resolver problemas concretos); y gracias a la tecnología que existe la innovación (aplicación de la tecnología para beneficio social e incremento de la productividad). Son estas actividades estratégicas las que conforman el trípode en el que se sostiene el desarrollo y la competitividad de un país que quiera hacer de la ciencia su mejor aliado, para establecer una sociedad basada en el conocimiento, reducir la inequidad e incrementar el bienestar. Esta cadena de valor implica que la innovación es dependiente de la investigación. Dicho de otra forma y parodiando a Schopenhauer, la ciencia no lo es todo, pero sin ella todo lo demás es nada. 

 

 

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