Democracia y elecciones

Javier Ortiz Cassiani
27 de mayo de 2018 - 04:30 a. m.

La idea de Colombia como la democracia más sólida de América Latina tiene su recorrido. Eduardo Posada Carbó ha pasado gran parte de su ejercicio intelectual buscando las pruebas históricas para que esta afirmación no se convierta —al igual que aquella que pregonaba a Bogotá como la Atenas Suramericana— en un mito o en la nostalgia por los tiempos en que los capitalinos solían vestirse, como pájaros luctuosos, de negro y gris.

A Posada le parecen temerarias, por ejemplo, afirmaciones como las de Carlos Gaviria, quien alguna vez dijo que “no puede haber democracia política cuando no hay democracia social”, o la de Alfonso López Michelsen cuando señaló que “la verdadera democracia no consiste en la periodicidad de las elecciones, sino en el bienestar del individuo”. En su libro La nación soñada. Violencia, liberalismo y democracia en Colombia, una suerte de manifiesto de confianza académica a la tradición política nacional, Posada parece encontrar la explicación al problema de la democracia en el país no en los vicios de las prácticas políticas cotidianas, sino en los marcos de referencia que han usado algunos intelectuales y formadores de opinión de la nación para definirla.

Hay “dos formas de concebir la democracia” —dice el destacado historiador—, la sustantiva o maximalista, que “la identifica con la existencia de una sociedad justa donde se garantiza el bien común”, y la procedimental o minimalista, que se “define por el método para seleccionar los gobiernos, es decir, por el ejercicio del voto”. El problema, según Posada, es que “entre amplios círculos intelectuales colombianos, ha predominado la noción sustantiva de la democracia, al tiempo que se tiende a negarle mayor valor a la procedimental, a pesar de que esta última ha sido la de efectivo desarrollo en el mundo moderno”.

Por supuesto, si usamos como variable de análisis el tema electoral, como sugiere el autor, y ponemos menos énfasis en esa idea “romántica” y “utópica” de justicia y bien común, la idea de la solidez de la democracia de la nación colombiana se mantiene. Visto así, estaríamos lejos de que esta afirmación entre al escenario de los mitos nacionales —como el del segundo lugar del “¡Oh gloria inmarcesible!”, después de la Marsellesa, en una supuesta competencia mundial de himnos nacionales—, pues si algo tenemos en Colombia es una tradición electoral prácticamente ininterrumpida desde el siglo XIX. 

No hay mejor momento para pensar en la democracia que hoy, día de elecciones presidenciales. Y no para fortalecer o justificar la idea de que la expresión más sólida y edificadora de esta es depositar un voto en las urnas, sino para dejar bien claro que se trata de algo mucho más que eso. Las elecciones sirven para apoyar candidatos que tengan una visión menos mezquina y amañada de la democracia, y que sean, incluso, capaces de cuestionar el mismo sistema electoral en el que participan.

Salga a votar, sin miedo. Hágalo para darle la oportunidad de gobernar a un candidato que sea capaz de hablar de justicia, equidad y bien común, esa visión que resulta poco operativa para el análisis de ciertos expertos. Hágalo sabiendo que esos son los verdaderos principios de la democracia, y para demostrar que es una infinita ridiculez que algunos intelectuales crean que mencionarlos en el debate político sea una forma de polarizar al país.

 

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