Depresión y capitalismo

Catalina Ruiz-Navarro
29 de agosto de 2019 - 05:00 a. m.

Hace unos días, una reconocida youtuber colombiana subió un video a sus redes sociales diciendo que cerraría su canal para atender su depresión y un desorden alimenticio. En sus inicios, el video despertó una necesaria conversación sobre salud mental, urgente para una generación en donde la depresión es tan común como un resfriado, con la diferencia de que es una enfermedad más grave, más difícil de curar e invisible. La youtuber se retractó del video en menos de 24 horas, dejando la sensación de que todo había sido una estrategia de autopromoción.

Cada vez que alguien falsea síntomas de la depresión para manipular a la gente a su alrededor ayuda a aumentar el estigma que deja a muchas otras personas sin el tratamiento psicológico y psiquiátrico necesario para salvar sus vidas. Un efecto parecido tiene la representación de la depresión en la cultura como algo glamuroso: desde los cuentos de Hemingway hasta Thirteen Reasons Why, la problemática serie de Netflix, se presenta la depresión como algo aspiracional que narrativamente sirve para darles profundidad a personajes superficiales. Esto también hace que muchas personas se engolosinen peligrosamente con su depresión y que arriesguen sus vidas negándose a buscar tratamiento o la usen para evadir responsabilidades afectivas. Sin embargo, lo menos importante de esta discusión es si la youtuber estaba siendo honesta o no al hablar de depresión, porque el mensaje resonó con su audiencia y llegó hasta los medios de comunicación, y eso deja clara una cosa: de esto tenemos que hablar.

En enero de este año la periodista Anne Helen Petersen publicó en Buzzfeed un escrito en donde describe un fenómeno que llamaba el “millennial burnout”. El millennial burnout es un problema de salud pública resultado del sistema económico capitalista. Tiene mucho que ver con las prácticas laborales contemporáneas, en donde se han borrado los límites entre el trabajo y el descanso, y donde el mayor valor económico es la eficiencia, lo cual nos lleva a sentir la necesidad de optimizar cada minuto de nuestras vidas para lograr una mayor producción. Que no se malinterprete esto como una “adicción al trabajo”, pues la verdad es que cada vez hay más gente joven en el empleo informal, y los gastos básicos en arriendo, comida y transporte cada vez son más altos, y además millennials y centennials se endeudaron hasta el cuello para poder estudiar sin que se cumpliera la promesa de que eso les daría estabilidad laboral. E incluso si se logra la estabilidad laboral, las posibilidades de algún día poder ahorrar para tener casa propia son mínimas, hasta risibles, pues somos una generación que ni siquiera va a tener pensión. No es adicción al trabajo: es explotación. Y algunos de sus efectos son la ansiedad y la depresión.

Nos vendieron la idea de que cada trabajo debe ser vocacional; es decir, que el éxito profesional está en trabajar en lo que nos apasiona. El efecto de este ideal ha sido que algunas personas no exijan sus derechos laborales con tal de poder cumplir su vocación, mientras los empleadores evaden sus responsabilidades cómodamente. Otras se frustran trabajando en un call center, porque hacer lo que amas es un privilegio para unos pocos, así que la mayoría tendrá que realizar uno de los tantos trabajos sin sentido del capitalismo. Y para enmascarar todo eso nos venden otra idea: que la búsqueda del balance mente-cuerpo-alma es un imperativo moral, que el bienestar se consigue a través de regímenes disciplinarios estrictos hasta la crueldad, basados en vigilar y castigar, solo que ahora cada persona es su propio panóptico.

No se trata de dejar las redes sociales porque no sería realista, ya que hoy hacen parte integral de nuestro trabajo y de nuestras vidas emocionales y sociales. Se trata de reconocer la crisis de salud mental como un problema de salud pública, que no se resolverá si no nos organizamos para reclamar derechos laborales para nuestra generación.

 

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