Descenso

José Fernando Isaza
18 de octubre de 2018 - 09:05 a. m.

En sus largos días de reclusión, muchas ideas deben estar atormentando al expresidente Lula da Silva, de Brasil. Como mandatario logró mejorar la situación de los sectores más pobres y desprotegidos del Brasil. Sus políticas de ayuda directa del Estado a las familias vulnerables, a las que enviaran a sus hijos a la escuela, a los atrapados en la pobreza extrema, permitieron sacar al país del dudoso honor de ser el más desigual de América Latina. No destruyó la economía, como sí lo está haciendo Maduro; por el contrario, los indicadores de inversión y crecimiento muestran una adecuada mezcla entre un Estado social de derecho, algo de populismo y cierta dosis de neoliberalismo. Sin duda, si hubiera sido candidato, habría triunfado. Su lugar en la historia lo tenía asegurado.

Todo cambia por un imperdonable acto de corrupción, por el cual ha sido declarado culpable; recibir de un contratista un apartamento, grande o pequeño, lujoso o no, con vista o no al mar, escriturado a él o alguna organización vinculada.

Lula debe pensar que trocó su paso a la historia por una generosa dádiva; sin embargo, lo que más debe atormentarlo es que abrió el camino a la Presidencia de un peligroso candidato, Bolsonaro, quien sepultará los avances socioeconómicos, los derechos de las minorías y de los marginados.

Se compara a Bolsonaro con Trump, pero hay diferencias. Bolsonaro muestra un mayor desprecio verbal por los valores de la civilización y por el respeto a los derechos del ciudadano y de los países, pero al menos no dispone de un arsenal nuclear que pueda desencadenar un Armagedón. Podría compararse con el presidente filipino Duterte, quien en sus declaraciones se confiesa como un asesino directo y no solo un instigador de crímenes contra la humanidad.

La lucha de la sociedad contra la corrupción debe castigar a los culpables directos con cárcel y restitución de la riqueza obtenida fraudulentamente. Lo que está sucediendo en varias latitudes es que el hastío de los votantes por la clase política corrupta los lleva a elegir peligrosos populistas a los que no les tiembla la mano ni la voz para incitar a los peores crímenes. Con estas decisiones, la sociedad se da un tiro en el pie.

Deben buscarse sanciones efectivas contra las modalidades más sutiles de corrupción que escapan a los códigos penales. Algunos ejemplos aclaran lo anterior. Si un alcalde de alguna ciudad presiona la adjudicación de un megacontrato y la firma ganadora no le da una coima, pero luego lo invita a múltiples y bien pagadas conferencias internacionales, ¿no es esto un caso de corrupción? Con la ventaja de que no será sancionable. Lo sucedido con el apartamento de Lula no es un caso aislado en Latinoamérica, la dádiva no la reciben “gratuitamente” algunos importantes políticos, sino mediante un precio muy por debajo del valor de mercado, o por medio de un arrendamiento con opción de compra, cuyo canon es una fracción del real. Las pensiones de jubilación exorbitantes por trabajar unos días en el Congreso o una corta estadía como magistrados no constituye un delito, pero son una apropiación indebida de recursos públicos.

En muchas ocasiones no hay siquiera sanción social. En el epílogo de la novela El general en su laberinto, García Márquez agradece a quien años atrás desfalcó la entonces Empresa de Energía de Bogotá, lucrándose con la corrupción del proyecto del Guavio.

 

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