Dime quién es tu abogado

Arturo Guerrero
17 de agosto de 2018 - 05:00 a. m.

Por sus abogados los conoceréis. A eso ha llegado la justicia. Los más sonados profesionales del derecho no tratan de dar brillo a la verdad sino de maquillar la realidad. En vez de hacer llana la satisfacción de una culpa, procuran dilatar los términos, volver elástica la cuerda de las leyes.

Ingresaron a la celebridad, no por su sabiduría y ponderación, sino por asemejarse demasiado a sus clientes de gatillo rápido. Son diestros en sacar de la cárcel a sus siniestros defendidos.

Han llegado incluso a sentar cátedra en altas materias legales y a redefinir las fronteras entre lo bueno y lo malo. A ellos se refieren los dichos populares “hecha la ley, hecha la trampa” o “la ley es para los de ruana”.

Vociferan sus argucias de litigantes como si el mundo fuera un ring de boxeo. No se bañan la boca antes de soltar en público insultos y amenazas, cuyos ulteriores ejecutores son demasiado conocidos por sus hazañas de cementerio.

A comienzos de 2017 el tuitero @aristiyayis comprimió en un trino la consigna de esta nueva carcoma: “Dime quién es tu abogado y te diré qué tan culpable eres”. Este linaje de profesionales agrega delito a los delitos, instila miedo colectivo sobre los crímenes que los enriquecen.  

La crisis de la justicia, pues, no es resorte de leyes. Es putrefacción de esas leyes en manos de muchos que estudiaron leyes. ¿De qué sirven incisos y parágrafos, si cualquiera es capaz de probar una versión y su contraria? ¿Si los testigos que aportan la prueba reina hoy dicen sí y mañana reciben una bala por no haber recibido la plata del no?

Hoy la justicia no es justa ni es soberana. Se acomoda al mejor postor. Y el mejor postor es el poder, el poder del dinero o el del mando. Los platos de la balanza en su estatua vapuleada quedaron reducidos a un yoyo que sube y baja a voluntad de titiriteros con barrigas forradas.

La Constitución y las leyes demostraron hace rato su catadura de esqueletos sin nervio. En efecto, la sustancia que debería regir su aplicación se llama ética y la ética tiene ubicación en un órgano llamado conciencia. Los abogados de las mafias carecen de ética y de conciencia. Además, proclaman que su oficio togado nada tiene que ver con estos estorbos.

Un país que a diario ve arrastrar por el piso su justicia se espanta de que la gente haga justicia por su propia mano. Y de que con frecuencia se junte en gavilla para hacerla. Claro, el regreso a la horda asusta.

Lo peor es que esta justicia triza solamente a los pequeños criminales y deja impolutos los cuellos blancos de los autores intelectuales. Para estos están prestos los ardientes juristas de avión privado y verbo brioso. Estos se encargan de adecentar a los sospechosos de siempre.

Reformar la justicia no es endurecer leyes ni templar las instituciones encargadas. Es ante todo emprender la reconstrucción general de las conciencias. Hacer patente que el insondable juez de cada acto humano se sienta en el estrado mental donde es imposible decir mentiras.  

arturoguerreror@gmail.com

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