Doble carril

Francisco Gutiérrez Sanín
31 de mayo de 2019 - 05:00 a. m.

El vértigo colombiano ha avanzado en estos días sobre una carretera de doble carril: política y periodismo. Difícil prever las implicaciones a mediano y largo plazo.

Comencemos con la política. La Corte Constitucional corroboró que las objeciones a la JEP se habían hundido en el Congreso, por encima del “teorema Macías”, como llamó graciosamente una tuitera al intento del Centro Democrático de hacer pasar su derrota en el Senado como una victoria. Para no hablar de que ya nadie recuerda, al parecer, que las objeciones habían recibido una aparatosa paliza en la Cámara. Aquí también Macías trató de enredar el resultado, esta vez con una tutela, pero esa iniciativa fullera y extravagante no prosperó. Por otra parte, la Corte Suprema de Justicia ordenó la liberación de Santrich. Este aluvión de noticias parece haber sepultado en el más profundo olvido que el flamante pacto por la unidad, o como fuere que lo habían bautizado, nunca arrancó.

Hizo bien el presidente de la República en acatar explícitamente los veredictos de la justicia. Era por supuesto su obligación, aunque en los tiempos que corren nunca se sabe. Pero el partido de gobierno siguió en lo suyo: estigmatizando cualquier decisión judicial que afecte sus intereses con una retórica incendiaria. Paloma Valencia, por ejemplo, declaró con rostro compungido que el país estaba perdiendo la lucha contra el narcotráfico. El cataclismo. En los términos del mundo al que pertenece: o tempora, o mores! Pero por más mohines y visajes que haga, no me queda posible creer en su sinceridad: ese mismo personaje apenas ayer estaba defendiendo con la cara durísima el entusiasta comercio de su partido con Popeye, el sicario de Pablo Escobar. Difícil imaginar cómo se pueda ir más allá de eso en términos de simpatía con el narco.

Un oportuno y valioso artículo de The New York Times (NYT) sobre ejecuciones extrajudiciales, por otro lado, disparó duros conflictos en la política y en los medios. El Gobierno ha mantenido una política de negación, pero promueve a todo aquel que pueda estar involucrado en estas atrocidades, permitiendo o promoviendo el castigo del que informe o se lamente por lo que ocurrió y ha ocurrido en el pasado inmediato. Ojalá, por lo tanto, éste sólo sea el comienzo de las denuncias. Pero, de nuevo, el Centro Democrático fue más allá, sacando su batería pesada, incluidos insultos contra el NYT por parte de Uribe y Cabal.

Yo ya no sé muy bien si esto es síntoma de la existencia de dos talantes, o más bien de un temerario juego de “policía bueno-policía malo”. Es innegable que juegos como ese tradicionalmente le han dado muy buen resultado a los uribistas. Solo que ahora la situación es distinta, no sólo por la caída en los sondeos de Duque, lo cual ya sería suficientemente malo, sino del caudillo mismo. El uribismo ya no es una fuerza capaz de arrasar con todo y de decretar el fracaso de una trayectoria política. La intemperancia, la exageración y el aventurerismo del caudillo y sus discípulos, sus contabilidades por partida doble y sus continuas relaciones peligrosas con narcos, paramilitares y violadores de derechos humanos podrían finalmente estar pasando la cuenta de cobro. O de pronto es simplemente el cansancio y el aburrimiento de una población que demanda el derecho de oír otra tonada. Independientemente de que su trasfondo sea “qué horror” o “qué jartera”, el fenómeno marca un cambio de fondo.

El costo, altísimo, de estos lances fue la reputada columna de Daniel Coronell. Un colaborador de El Tiempo puso a la suya este título: “Gracias, Coronell”. Me sumo a la moción. Deploro la decisión de Semana, una casa periodística poblada por gente de primera, humana y profesionalmente. Coronell había propuesto una conversación razonable, de hecho afectuosa, sobre medios y defensa de los derechos humanos; la cortaron de raíz. Ahí está la gravedad de todo el asunto.

 

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