El presidente del mundo es dueño de hoteles, rascacielos, condominios, casinos, campos de golf, gran habilidad para negocios dudosos y para evadir impuestos. El presidente inacabable de Colombia es dueño de hectáreas y más hectáreas, caballos y más caballos, proyectos inmobiliarios, cuenta bancaria en EE. UU., retoños que mágicamente resultaron empresarios.
Los dos bordean los setenta años y tienen un propósito común: más poder, más inversiones. Nada los sacia. No pronuncian la palabra “suficiente”, como ruega desde Cali el artista múltiple León Octavio Osorno, Balita, en tu terca diatriba contra Kanibbalia.
Cada uno exhibe una ventaja comparativa. El primero gobierna un planeta entero, el segundo se conforma con la eternidad como vigencia. Son amos del espacio y el tiempo. Se apoyan en público mutuamente, en lo íntimo se saben hermanos no de sangre sino de naturaleza. Son infatigables, han de dormir poco para no perder el tiempo que es oro y algo más.
Como casi no leen, nada sabrán sobre quiénes son Antonin Artaud y Aldo Pellegrini. Es improbable que conozcan la siguiente cita del segundo, poeta argentino, en su prólogo a un libro del primero, poeta francés: “El poder, en cualquiera de sus formas y en cualquiera de los tipos de estructura social, en una proporción casi total, cae en manos de los imbéciles. Y el imbécil constitutivamente posee una increíble capacidad paralizante sobre los demás”.
Sus trayectorias dan para afirmar que les importa un bledo ser calificados de imbéciles. Con tal de mantener la varita mágica que paraliza a sus súbditos, siguen adelante imponiendo jueces, nombrando fiscales, congratulando a sus eficaces policías, haciéndoles el quite a las acusaciones de la historia. El rayo paralizante los hará reelegir hasta generaciones sin cuenta.
La explicación de esta desventura la ofreció el vizconde francés Alexis de Tocqueville, precursor de la sociología y teórico del liberalismo, en la primera mitad del XIX: “Los pueblos democráticos a menudo odian a los depositarios del poder central; pero siempre aman este poder en sí mismo”. El poder es un fetiche cuya mirada hipnotiza a las mayorías, que tiemblan ante tronos y palacios. El embrujo autoritario, ni más ni menos.
Los dos presidentes de este recuento han amasado fortuna y mando en puntilloso apego a la deidad arrugada de la democracia. Así la desnuda Nicolás Gómez Dávila en escolio pertinente: “La democracia no confía el poder a quien no le hace el homenaje de sacrificarle la conciencia y el gusto”. Si fuera solamente la conciencia, el asunto pasaría como yerro de la inteligencia. Pero la inmolación del gusto vulnera la inclinación sutil del animal estético que es el hombre.
Los que no pronuncian el adjetivo “suficiente” son seres desenfrenados que amenazan con llevarse por delante el país y el mundo. Lo suyo es la acumulación, y no se ha descubierto el límite de esta desmesura. Se les nota en la cara el desespero, el corazón a punto de saltar afuera. Que el genio de la historia los ataje.