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Dos liderazgos

Tatiana Acevedo Guerrero
07 de junio de 2020 - 05:00 a. m.

El color de la piel y la referencia racial a la que alude este color no son características objetivas de los individuos, sino un producto de interacciones históricas entre poblaciones. Es decir, tienen diferentes significados según el contexto espacial e histórico. Durante los siglos XIX y XX, los colombianos mapearon la jerarquía racial en las diferentes regiones del país al desarrollar un discurso racializado que vinculó ciertas regiones con el progreso y la “blancura”, mientras que otras regiones vistas como “negras” o “indígenas” se asociaron con el desorden y el peligro.

Así, la emergencia de estas identidades regionales no es, para nada, una expresión natural de las características “geográficas” (“los antioqueños son trabajadores porque vienen del clima de montaña”); es el resultado de proyectos políticos específicos que en ocasiones han sido también militares.

En general, hay datos “duros” que dan cuenta de racismos estructurales estatales contra colombianos afrodescendientes. Esta columna, sin embargo, pretende poner el foco en otro tipo de narraciones, que hablan de la historia negra y sus liderazgos.

Los informes de la Escuela Nacional Sindical han dado cuenta de cómo la historia de las trabajadoras domésticas negras es también la de las familias colombianas en general. Sus empleadores a menudo las describen como “parte de la familia”, ya que viven bajo el mismo techo y cuidan a sus hijos.

Sin embargo, la relación de los empleadores con las mujeres negras que trabajan para ellos como trabajadoras domésticas tiende a ser paternalista, basándose en la conciencia del lugar en el que todos, según su color, deben ocupar. El Sindicato de Mujeres Afrocolombianas Empleadas del Servicio trabaja hace siete años por cambiar esto. Ese es un primer liderazgo.

Otro trabajo del que podemos aprender sobre la forma en que estas relaciones raciales se cristalizan y entrelazan con identidades regionales es el de la profesora Íngrid Johanna Bolívar, que narra la historia de tres futbolistas colombianos nacidos en el Valle del Cauca y Antioquia. El primero, Norman “Barbi” Ortiz, quien tras jugar en 208 juegos profesionales de 1966 a 1974 se convirtió en un promotor comunitario de ligas de fútbol en barrios populares de Cali. El segundo, Víctor Campaz, que jugó 360 partidos entre 1968 y 1981 y luego trabajó esporádicamente como entrenador. Y el tercero, Francisco Maturana, más conocido por haber sido entrenador de la selección de Colombia, que jugó 407 partidos entre 1973 y1982. De los tres quisiera concentrarme en la trayectoria de “Barbi” Ortiz.

Ortiz nació en Cali en 1948 y creció en Siloé, pues su familia llegó al barrio después de abandonar el municipio minero de Marmato, en Caldas. Fue criado entre los inmigrantes de Marmato vinculados a las minas de carbón de Siloé, que construyeron su propio barrio. Desde muy temprano en su carrera decidió no entrar “en lugares públicos, bares, hoteles, donde sus vecinos y otros negros de Cali son excluidos” y eligió no mudarse nunca del barrio, pese al éxito económico y las presiones de su equipo, el América. Se reconoce como “marmateño, caleño, siloeño y futbolista” y usó su plataforma como figura pública para “luchar porque los siloeños y los negros mejoraran su posición en la ciudad”. Esto, pues nunca vio el fútbol como un “vehículo para salir del barrio y subir”, sino, más bien, como una forma de seguir la lucha de sus padres por mejores viviendas y servicios, de “expresar dones y habilidades que lo llenaron de alegría y lo hicieron sentir como un mago, un artista creativo que podía deleitar a su comunidad”.

 

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