Dos países

Oscar Guardiola-Rivera
04 de septiembre de 2019 - 03:00 a. m.

Dos países con historias por completo diferentes. Uno es presidencialista y se enorgullece de su constitución escrita, una de las más avanzadas de las Américas. El otro es monárquico y se enorgullece de su constitución no escrita, una de las más antiguas de Europa. Uno es tropical, caribeño, selvático y andino. Un Nuevo Mundo. El otro es frío, una isla en la periferia norte del Viejo Mundo. Uno representa al Norte Global. El otro al Sur Global. Uno es avanzado y desarrollado. El otro no, según los criterios de una geopolítica de la razón cuya manera de ver la historia como si esta última fuese una suerte de carrera de caballos con un comienzo y un final conocidos de antemano nos ha expuesto a este mundo de sálvese quien pueda.

Es hora de abandonar esos criterios y dicha visión del mundo y de la historia. Hemos tardado demasiado en hacerlo. Por diferentes que puedan parecer sus trayectorias, el presente de estos dos países sugiere una convergencia y síntomas similares. En ambos casos la precariedad en el trabajo y la desigualdad están entre los más altos de sus historias recientes.

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En ambos casos, y a pesar de sus diferencias superficiales, la economía de ambos países presenta claros signos de encontrarse exhausta: ambas monedas en caída libre respecto del dólar, incertidumbre generalizada en los sectores empresarial y laboral, un sector financiero que parece haber elevado anclas y flotar por encima de la economía mal o bien llamada “real” y dedicado casi de manera exclusiva a formas de especulación, apuesta y evasión mas allá de las fronteras nacionales y los destinos de los pueblos que habitan en ellas.

Y en lo político, dos países cuyos aparatos estatales han sido capturados por un febril nacionalismo de derechas -sacrificial, anti-inmigrante, caótico- cuya energía oscura y mirada pesimista proviene de fantasías imperialistas y la banal ambición del colonialismo interno. Se trata de un nacionalismo financiado por súper-ricos cuyos domicilios y capitales hace rato han abandonado las naciones que con tanto ahínco dicen defender. Sin embargo, el ejecutivo y sus ministros hablan de recuperación económica y política, de retomar el control y liberarse o liberar a los vecinos, como si vivieran en otro país. Valga la pregunta a sus dirigentes: ¿En que país viven?

Un país de fantasía: la fantasía llamada brexit, en un caso. La fantasía llamada guerra sin fin, en el otro. Ambas fantasías colectivas atadas a una mirada pesimista eternizante, delirante, según la cual ya estamos en el fin de la historia y por ello ninguna alternativa es posible o deseable. De allí su actitud intolerante y su instinto de muerte.  Dos países, Gran Bretaña y Colombia, tan diferentes y sin embargo tan parecidos. Ambos países necesitan una visión y un comienzo diferentes.

 

 

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