Cierto es que las Farc han recibido golpes contundentes de parte de la Fuerza Pública colombiana. En un solo año tres de sus más emblemáticos dirigentes —Tirofijo, Raúl Reyes e Iván Ríos— murieron o fueron dados de baja. La guerrillera Karina, a cargo del Frente 47 y temida incluso por sus propios compañeros, se entregó a las autoridades. La semana pasada, no más, cayó abatido El Paisa, que sembró el terror del secuestro en amplias zonas de Antioquia. El propio comunicado de Alfonso Cano admite que las deserciones las han afectado. Como también lo hizo la Operación Jaque, en la que recobraron su libertad 15 de los denominados “canjeables” y las Farc perdieron buena parte de su poderío y arrogancia ante el engaño que permitió que, sin que se disparara una sola bala, regresaran a casa algunos de los secuestrados.
Pero la guerra continúa. Dictaminar que el hecho de que las Farc se estén reacomodando a las nuevas condiciones no es más que una “alucinación”, como lo dijo el Comandante de las Fuerzas Militares, general Freddy Padilla, con respecto a las nuevas estrategias políticas y militares del grupo guerrillero, equivale a decir que la derrota se ha logrado y que en adelante lo que viene es el escenario del pos conflicto. Cuidado, ese triunfalismo puede ser peligroso.
Las Farc persisten en su anacrónica lucha. Su aislamiento internacional les ha llevado a apelar a la solidaridad bolivariana, en donde algunos de sus líderes son exaltados como mártires de la revolución, y de ésta esperan el reconocimiento de su supuesto carácter político. En el plano militar, que en el comunicado indiscutiblemente prima, se menciona la importancia de volver a la guerra de guerrillas, de infiltrar el Ejército y de comprar armamento para enfrentar los ataques aéreos de la Fuerza Pública. Persisten en el uso de los campos minados y argumentan, sin pudor, que éstos son el único factor que “detiene” e “intimida” las operaciones militares. En ese misma lógica, exigen que se infunda “terror” entre la población a partir del uso de explosivos.
Sus directivas, pese a que llaman a un cambio en el tipo de enfrentamiento, ni son nuevas ni permiten pensar en un debilitamiento progresivo que deba terminar en derrota. Siguen siendo el mismo grupo insurgente contra cuyas inhumanas prácticas se ha movilizado la ciudadanía colombiana. Debilitadas en lo político y aun cuando en sus filas la degradación moral es evidente tras más de 20 años traficando con drogas y practicando secuestros, extorsión, masacres y torturas, no necesariamente la situación es igual en lo militar. Agazapadas como están en algunas zonas fronterizas, las Farc hacen uso de un reloj que no es el nuestro y que les permite esperar el tiempo conveniente para intentar recuperarse. No respetan el tiempo que la política y las instituciones democráticas les imponen a nuestros gobernantes. De ahí la importancia del debate que habrá de darse con respecto a la posibilidad de hacer extensiva en el tiempo la política de seguridad democrática. Quizás con otro nombre y otras directrices pero sin bajar la guardia en el tema de la seguridad.
Como bien lo expone el sociólogo francés Daniel Pécaut en su último libro, la de las Farc es una “política del resentimiento” que se expresa en la manera como el pasado, que no el presente o el futuro, prima en las consideraciones de sus dirigentes. Marquetalia y un mundo bucólico arrasado injustamente hace más de cuarenta años siguen siendo la excusa para continuar con una guerra que por lo pronto no da pie a que se retome el lugar común de “la salida negociada al conflicto” (nadie sabe qué es, ni con quién se haría).
Aun si se les derrota, y la degradación de las Farc es por todos conocida y celebrada, el conflicto colombiano seguirá siendo real. Quienes han empezado a introducir la noción del posconflicto —quizás con buenas intenciones y de la mano de la exaltación de la memoria, la reparación y justicia— no deben olvidar que más allá de las Farc y el supuesto fin del paramilitarismo, el problema del narcotráfico y el crimen organizado campea en nuestras ciudades, amenaza con apropiarse el Estado colombiano y ocasiona un número alto de muertes.