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En contravía de este oscuro panorama, se inicia el martes la Semana por la Memoria que va hasta el 16 de septiembre, con motivo de la presentación del informe “Trujillo: una tragedia que no cesa”, elaborado por la Comisión de la Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación. Con éste, el primero de una serie de casos emblemáticos que los investigadores abordarán, se abre paso a la posibilidad de descifrar lo sucedido en una de las miles de masacres que permanecen ocultas en la completa impunidad, el silencio y la rutinización del olvido.
En Trujillo, municipio del departamento del Valle, entre 1988 y 1994 la Comisión de la Memoria Histórica registró 342 víctimas de homicidios perpetrados por una alianza entre narcotraficantes y agentes locales y regionales de las Fuerzas Armadas que, en disputa por el control del territorio y el tipo de orden impuesto por la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (Eln), desplazaron, torturaron, asesinaron y desaparecieron a inermes campesinos.
Pese a que el caso fue llevado a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y el propio Estado colombiano se vio obligado a aceptar su responsabilidad, el compromiso con las víctimas sigue siendo mínimo. Organizados para recordar los hechos y exigir reparación, ven cómo se profanan sus monumentos y las tumbas de sus líderes. Se persiste, años después de la masacre, en su asesinato. La impunidad, después de que las autoridades exoneraron penal y disciplinariamente a los presuntos responsables, es completa. La tragedia, nos lo recuerda el título del informe, continúa.
De ahí la relevancia del ejercicio de memoria histórica que adelantó la Comisión. A partir de la firme convicción en las relaciones que se tejen entre democracia y memoria, fundadas en la importancia de integrar el pasado, por muy doloroso e incómodo que éste sea, al presente, sus miembros le hacen un llamado a la ciudadanía a partir de un relato minucioso que reconstruye los hechos, visibiliza las víctimas y permite que nos acerquemos a sus traumáticas experiencias.
La memoria, en este contexto, ocupa el lugar de la justicia. No la reemplaza ni la sustituye. A partir del recuerdo y el carácter político que deriva de la posibilidad de darles la voz a quienes fueron silenciados, para que sus versiones y testimonios de los hechos cuando los hay, ya que muchos sobrevivientes fueron igualmente asesinados se opongan a los de los victimarios y cómplices de la masacre, la memoria presiona para que la justicia actúe.
Por si ello fuera poco, pese a lo aparentemente irracional de las prácticas violentas utilizadas en esta masacre, el informe que la Comisión presentará el martes, en Trujillo, le otorga un sentido a lo sucedido. Su enfoque no es noticioso; la masacre de Trujillo fue captada unos años después de ocurrida por diferentes medios de comunicación que registraron, atónitos, el empleo de las macabras motosierras. Por el contrario, arroja hipótesis acerca de la lógica que esconden la tortura y la sevicia - la motosierra habrá de dar paso, en otras regiones, a las escuelas de descuartizamiento - y los usos políticos que se le dieron a la difundida práctica de las masacres. En general, ejemplos distintivos de la violencia paramilitar.
No es un reto fácil y ya hay quienes sostienen que el pasado, por lejano, es preciso no revolverlo, para así evitar una innecesaria venganza. Todo lo cual, sin embargo, incurre en el gravísimo error de pretender que Colombia haya de construir democracia duradera excluyendo las historias de quienes han sido víctimas de algún tipo de violencia. Sin su reconocimiento, el olvido y la indiferencia seguirán siendo la norma y, lo que es peor, primará el reaccionario orden impuesto a partir de las armas.