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Cuando pareciera que estamos en una etapa definitiva de la confrontación contra la guerrilla de las Farc, han surgido debates que parecen pruebas ácidas para medir el carácter democrático de la política de seguridad que el presidente Uribe ha liderado en los últimos cinco años. La incursión en territorio ecuatoriano durante el operativo contra Raúl Reyes y la decisión sobre el tratamiento jurídico que se le debe dar a alias Rojas —el hombre que ultimó a sangre fría a su “comandante”, Iván Ríos, y a su compañera— abren la discusión de ¿hasta dónde se puede llegar en esta guerra?
La cruda realidad de un individuo que, ante el ofrecimiento de recompensa y de tratamiento benévolo por la justicia, resuelve matar a su compañero de actividades criminales, obliga a aplicar con firmeza los principios democráticos que impone la Constitución y no a esforzarse por hacerlos dúctiles con el ánimo pragmático de incentivar conductas similares que, sin duda, resultan demoledoras para las Farc.
Desde la perspectiva constitucional resulta imposible aceptar que en Colombia el Estado pueda ofrecer recompensas para quien entregue a alguien “vivo o muerto”, a la vieja usanza del oeste. No resulta necesario hacer disquisiciones humanistas, ni invocar el enfoque de derechos que está imbuido en la Carta para concluir que está vedado estimular acciones de justicia privada o ejecuciones sin fórmula de juicio. Si a la propia autoridad se le impone como primera obligación la de desplegar su conducta para capturar a los delincuentes con el fin de someterlos a la justicia y, sólo en casos excepcionales, incluso “darles de baja”, mal podría autorizarse a particulares a realizar actos proscritos aun para el poder público.
Como principio general debe quedar claro que lo que realizó Rojas fue un homicidio y que la comisión de un delito de esa entidad no puede premiarse de buenas a primeras. Se ha dicho que actuó movido por la fuerte presión militar y ante la inminente posibilidad de morir por la acción de la autoridad o incluso por retaliaciones de Iván Ríos. Evidentemente nos estamos refiriendo a las especiales circunstancias de una organización criminal en la que las “ejecuciones” son pan de cada día, como lo revelan las informaciones extraídas del computador de Ríos, en el que según se ha dicho, se registran más de 200. Los argumentos del miedo insuperable y la legítima defensa podrían tener cabida dado el contexto en que ocurren los hechos.
Pero todo esto tendrá que discutirse y probarse dentro del proceso penal que se debe seguir. Sugerir de antemano, como lo ha hecho el Fiscal General esta semana, que no hay razón para iniciar un proceso, es forzar al extremo la legalidad.
El reconocimiento de la recompensa es caso aparte y debe estar mediado por la valoración de la información que resulte útil para la eficacia de la justicia. No es la “cabeza” —en este caso “la mano”— de un individuo lo que se paga, sino la colaboración con el Estado, como bien lo dejó en claro ayer el Ministro de Defensa al anunciar el pago. La política de recompensas se fortalece si se preserva dentro del derecho. El Estado puede estimular la colaboración con la justicia, pero no promover masacres, como lo dijo el propio presidente Uribe.
Frente a este dilema ético, pues, hay que recordar que los conflictos de ética pública en un Estado de derecho se resuelven, no con las convicciones personales, sino con la aplicación estricta de los principios constitucionales.