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El debate sobre el salario mínimo

LA HISTORIA ES CONOCIDA DE PRINcipio a fin. Comienza en los inicios de diciembre. Los sindicatos de trabajadores presentan su petición. Casi simultáneamente, los empresarios revelan su oferta. La prensa lamenta la brecha entre los pedidos de unos y las ofertas de los otros.

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El Espectador
13 de diciembre de 2008 - 10:00 p. m.
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El Gobierno convoca, entonces, la llamada Mesa de Concertación Laboral. En la mesa, las partes enfrentadas hacen concesiones simbólicas. Disminuyen marginalmente sus posturas, no con ánimo de llegar a un acuerdo, sino con la intención de no ser presentadas como las culpables del desacuerdo inevitable. Finalmente, después de la pantomima, el Gobierno fija por decreto el aumento del salario mínimo.

Este año, y ya se ha visto con los comentarios de las partes a la salida de las primeras reuniones, seguramente ocurrirá lo mismo. La brecha que separa el pedido original de los trabajadores de la oferta inicial de los empresarios es inmensa. Casi imposible de dirimir. Los trabajadores señalan, con razón, el crecimiento de la inflación, en particular el aumento en el precio de los alimentos. Los empresarios ponen de presente, también con razón, que la situación económica es la peor en varios años. Cada uno defiende lo suyo. Y la concertación parece imposible de antemano.

¿Qué hacer entonces? La fijación del salario mínimo, más allá de los desacuerdos entre empresarios y trabajadores, tiene que buscar un balance entre la recuperación o protección de la capacidad adquisitiva de los trabajadores y la generación de empleo, en particular de empleo formal. Este balance, siempre difícil, lo es más este año por la coincidencia de una inflación alta, una economía en desaceleración y la incertidumbre que genera el impacto de la crisis internacional el próximo año. Un aumento por encima de 10% sería perjudicial para el empleo y uno por debajo de la inflación de este año (7,5% aproximadamente) sería muy perjudicial para los trabajadores más pobres.

Un aumento de 14%, como el pretendido por los sindicatos, sería muy perjudicial. Nadie cuestiona los objetivos de los trabajadores. La mejoría en las condiciones de vida de los más pobres y la disminución de las desigualdades sociales son objetivos loables, ampliamente compartidos. Pero el salario mínimo no es el instrumento más idóneo para lograr estos objetivos. Un aumento de esta magnitud llevaría sin duda a un incremento sustancial del desempleo y la informalidad laboral.

En términos generales, la política de empleo no debería reducirse al salario mínimo. Los trabajadores, los empresarios y el Gobierno deberían aprovechar para discutir, por ejemplo, si la estructura tributaria prevaleciente en el país —que castiga el empleo y premia la inversión— es la más conveniente. O debatir las causas en el aumento de los precios de los alimentos, que siguen subiendo en Colombia cuando están bajando en todo el mundo. Cabe recordar que la mayoría de los pobres en Colombia trabaja en actividades informales con ingresos inferiores al salario mínimo. Por lo tanto, la evolución de la pobreza dependerá, en el corto plazo, del comportamiento de la economía y poco o nada tendrá que ver con la inminente decisión sobre el salario mínimo.

En suma, el debate sobre el salario mínimo es frustrante. No sólo porque parece imposible de antemano, sino porque concentra todas las discusiones sobre el futuro del empleo en una sola variable, que no necesariamente es la definitiva. El Gobierno debería fijar de una vez por todas el aumento del salario mínimo, teniendo en cuenta el bienestar de los trabajadores formales, los informales y los desempleados. La decisión no es fácil, pero un incremento cercano a 8% parecería razonable, lograría un compromiso sensato entre proteger el empleo y defender el poder adquisitivo de los trabajadores.

Por El Espectador

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