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Edwin Legarda, esposo de la consejera mayor del Comité Regional de Indígenas del Cauca (CRIC), Aída Quilcué, se movilizaba en vehículo rumbo a Popayán y en compañía de una misión médica cuando, a la altura de la vereda San Pedro, municipio de Totoró, fue objeto de un intenso tiroteo que horas más tarde le cobró la vida. Con un desfachatado “se confundieron y dispararon”, explicó el general Justo Eliceo Peña, comandante encargado de la zona, la razón que llevó a que el pelotón encargado de la seguridad en la vía abriera fuego contra el automóvil que aparentemente no se habría detenido en el retén que así se lo exigía.
Más allá de la inusitada ilustración, que en nada aclara el crimen —si no es que lo enrarece— ni justifica las 17 balas que fueron encontradas en el vehículo, o el hecho de que muchas de éstas hubiesen sido disparadas contra la parte frontal, y no la trasera del vehículo que supuestamente huía, preocupan las declaraciones de la líder indígena Aída Quilcué. Notablemente consternada por el asesinato de su esposo, Quilcué afirma que no hubo error alguno y que los disparos recibidos por Legarda en realidad estaban dirigidos contra ella —el auto en el que iba su esposo es el que ella utiliza normalmente—, con el objetivo de acallar sus labores como dirigente de la Minga que no hace mucho caminó hasta Bogotá para conseguir una conversación, que nunca se dio, con el presidente Álvaro Uribe.
La respuesta del ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, quien reconoce que se cometió un error y solicita de la Fiscalía General de la Nación, la Procuraduría y la Oficina de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos el envío de una o más comisiones especiales que investiguen los hechos, es afortunada y aporta a la seriedad e independencia con que habrán de ser juzgados los culpables. Sin embargo, sigue siendo insuficiente. Lo señalado por el propio Gobierno en el informe presentado como parte de su autoevaluación en materia de Derechos Humanos, en donde sostiene que “el Ministerio de Defensa ha impartido directivas para que la Fuerza Pública atienda particularmente la protección de las comunidades indígenas y afrocolombianas en todo el territorio nacional”, se contradice con acciones como el asesinato de Legarda o los disparos a los indígenas participantes de la Minga —negados abiertamente pero luego comprobados por las cámaras de CNN— en tan corto lapso de tiempo.
La situación amerita investigaciones rigurosas como las que el Gobierno ofrece, y junto a éstas, medidas institucionales de más largo aliento que permitan un cambio de fondo en el accionar y los objetivos de las fuerzas del orden. A la luz de los últimos antecedentes, las teorías de las manzanas podridas, los casos aislados y los errores humanos deben comenzar a ser cuestionados. Como también lo debe ser el oportunismo político con que los más críticos estiman que estamos ante una política estatal de exterminio sistemático de las minorías y los opositores.
Entre tanto, lo que sí parece cierto es que el uso indiscriminado de epítetos con los que se pretende equiparar la protesta social con subversión, y por ende a los indígenas con guerrilleros, auxiliadores e infiltrados de las Farc, en nada contribuye a evitar insucesos como el del asesinato de Edwin Legarda.