A menudo la bruma que produce el ruido político nos hace perder de vista la esencia. Es lo que ha ocurrido con el Acuerdo de Paz. Se cumplieron cinco años del pacto entre el Estado y las Farc, que le puso fin a una guerra de décadas, le valió a un presidente colombiano el Premio Nobel de Paz, motivó celebraciones desde orillas tan distintas como Rusia y Estados Unidos, y puso a nuestro país en los reflectores internacionales por ser un motivo de esperanza para el mundo, una muestra de que, a pesar de las dificultades, el diálogo muestra un camino. Y aun así, seguimos dudando, tropezándonos. Nos perdemos en la política menor, en las rencillas individualistas. Olvidamos lo básico: apostarle a la paz es el mejor y el único proyecto de país que puede ser capaz de unirnos. Si lo permitimos, si no olvidamos la esencia.
Tal vez sirva la mirada internacional. Debería servir. En su visita a nuestro país, António Guterres, secretario general de la Organización de Naciones Unidas (ONU), escribió: “Para un mundo marcado por conflictos, muchos de ellos sin un final a la vista, Colombia envía un mensaje claro: este es el momento de invertir en la paz”. También nos usó como referente para otra tragedia contemporánea: “El proceso de paz aquí en Colombia me inspira a hacer un llamado urgente a los protagonistas del conflicto en Etiopía a un cese al fuego incondicional e inmediato para salvar al país”. Finalmente, concluyó: “Como amigo y aliado de Colombia, tengo un mensaje muy sencillo: tenemos que aprovechar la oportunidad histórica del Acuerdo de Paz y no dar un paso atrás”.
Estamos de acuerdo con el secretario general. Un quinquenio ha sido suficiente para superar los resentimientos que dejaron vivos el plebiscito y la politización del Acuerdo de Paz. Es hora de retomar lo pactado como una oportunidad unificadora y un momento para suplir los vacíos históricos de nuestra frágil democracia.
Estos cinco años nos han dejado certezas y diagnósticos. Ya sabemos que algunos traicionaron lo pactado y regresaron a las armas, a la violencia irracional. Ante ellos, el Estado debe ser fuerte. Pero también hemos visto el compromiso inquebrantable de los excombatientes que, a pesar de ser perseguidos y asesinados, y ser censurados en el debate público, han seguido insistiendo en cumplir las promesas. Por ellos ha valido la pena todo este esfuerzo; por ellos, también, se justifica persistir.
Pero las bondades del Acuerdo van mucho más allá. En últimas, lo que se prometió en el Teatro Colón es lo que durante años hemos sabido que necesita el país. Seguimos en deuda de una reforma agraria, mejorar la representación política, llegar con el Estado a los territorios abandonados y cambiar el paradigma de la guerra contra las drogas. Esos objetivos no tienen apellidos, son espacios que podrían servir para consensos, pues lo que está en juego es el bienestar del país, de nuestra democracia, de nuestras instituciones.
Colombia es inspiración para el mundo. La paz debería ser, también, inspiración para los colombianos. Ya desafiamos todas las probabilidades y nos sentamos a hablar. No olvidemos que un día fuimos un país sin futuro y ahora nos hemos labrado una nueva oportunidad. Retomemos la paz como proyecto nacional. No es tarde. Nunca es tarde para la paz.
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