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Nayib Bukele se acaba de posesionar como presidente de El Salvador por segunda vez, a pesar de que la reelección inmediata está prohibida por la Constitución de ese país. Para lograrlo, hizo una maroma en la que fingió abandonar el poder seis meses antes de las elecciones, aunque de facto seguía al mando. En todo caso, no tenía de qué preocuparse: la Corte Suprema de Justicia de El Salvador, que él armó con fieles a su causa, apoyó sin reparos todo lo que hizo. Hoy el caudillo cuenta con el respaldo irrestricto de la Rama Judicial, la Rama Legislativa y las Fuerzas Armadas, a las que inyectó con recursos los últimos cinco años. Lo más importante es que su índice de popularidad sigue por los cielos, tanto dentro de su país como en el resto de América. La pregunta de fondo es existencial para quienes defienden los Estados de derecho: ¿importa acaso la democracia cuando la inseguridad vuelve invivibles los países?
Lo de Bukele se veía venir desde que llegó a la Presidencia. Esta historia ya la conocemos: un caudillo elocuente aprovecha su popularidad para desarmar progresivamente la institucionalidad que puede hacer contrapeso a sus caprichos. Todo se le permite a cambio de que muestre resultados. Para El Salvador, que llevaba años a merced de la violencia de las pandillas, la promesa de un alivio representaba un entendible incentivo para perdonar cualquier extralimitación presidencial. No han importado las denuncias de violaciones a los derechos humanos ni la preocupación constante por los abusos de las autoridades; las personas agradecen la seguridad.
En la posesión presidencial, Bukele puso a jurar a quienes asistieron. Esto fue lo que les hizo repetir: “Juramos defender incondicionalmente nuestro proyecto de nación, siguiendo al pie de la letra cada uno de los pasos, sin quejarnos. Y juramos nunca escuchar a los enemigos del pueblo”. El simbolismo, claro, es poco sutil.
El Faro, medio independiente que ha denunciado a Bukele todos estos años y ha tenido que sufrir la persecución estatal, es claro en un editorial. Todos los elementos de la dictadura están presentes, argumentan, y pasan a listarlos: “Control de los tres poderes del Estado, nula rendición de cuentas y ocultamiento de información pública, utilización política de los cuerpos de seguridad y del aparato judicial, persecución a la oposición y a las voces críticas, presos políticos, torturas sistemáticas en las cárceles, ausencia de Estado de derecho, demanda de pleitesía por parte de Bukele y una convicción creciente por parte de la población de que es necesario suplicar en la redes sociales a Bukele para obtener un favor”. ¿Por qué no parece importarles a los salvadoreños?
Esa pregunta es existencial no solo para El Salvador, sino para el proyecto democrático global. Aumentan los líderes que ofrecen “respuestas” a cambio de zafarse de la institucionalidad y los ciudadanos, cansados de la falta de respuestas, aceptan ceder sus derechos. Si las democracias no dan soluciones a las preocupaciones de las personas, el autoritarismo y el populismo tienen vía libre. Los ecos de Bukele en Colombia y el resto del continente son una señal de alerta: ¿es ese el futuro que nos depara la frustración nacional?
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