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La Fiscalía no debería manejar la cifra unificada de homicidios de líderes sociales. Hay razones de diseño institucional y también políticas para oponerse a esta decisión, impulsada desde la administración de Iván Duque. Enfrentados a una crisis histórica que ha causado la preocupación de la sociedad civil y la comunidad internacional, se le arrebata a la Defensoría del Pueblo una de sus principales herramientas de contrapeso al actuar del ente investigador. El nombramiento de personas cercanas al Gobierno en instituciones que deberían ser autónomas nos está llevando a un unanimismo peligroso, que causa desconfianza y afecta la legitimidad del trabajo que hace el Estado por cubrir sus deudas con la ciudadanía.
Parecería una buena noticia. Gobierno, Fiscalía, Defensoría y Procuraduría, unidos, acordaron que solo habrá una cifra oficial sobre violencia contra líderes sociales. Lo presentaron como una herramienta de coordinación institucional, un necesario paso para enfrentar el goteo constante de casos y casos de líderes sociales asesinados. El problema es que, en el proceso, están desmantelando una de las funciones más importantes que históricamente ha cumplido la Defensoría.
La idea con los entes de control, como la Procuraduría y la Defensoría, es que sean independientes del Gobierno. Su trabajo es el de vigilar, contrastar y, sí, en muchas ocasiones evidenciar problemas. En este país de violencia desmedida y conflicto de largo aliento, los defensores del Pueblo han sido esenciales para contrastar las cifras oficiales y empujar a la institucionalidad a reconocer la magnitud de las tragedias. Para lograr esto, cuenta con equipos en terreno y un Sistema de Alertas Tempranas que han convertido a la Defensoría en un referente para los ciudadanos. Como su único interés institucional es reportar sobre lo que ocurre, tiene más legitimidad en este tema que la Fiscalía, que es una de las partes involucradas en la investigación de los crímenes.
En el pasado, la Defensoría ha reportado más casos de crímenes contra líderes sociales que lo ha hecho la Fiscalía. Esa disparidad, que se debe a factores como la definición más precisa de qué es un líder social, ha sido útil para ejercer presión sobre el discurso oficial. En democracia, entre más entes autónomos estén vigilando, más fácil es poder hablar de pesos y contrapesos.
Ahora, en cambio, será la Fiscalía la única en dar el reporte. Como diseño institucional es problemático, pues el ente investigador tiene el interés de mostrar avances. Rodrigo Uprimny escribió en El Espectador que “es como poner a los estudiantes a que se califiquen. Casi todos sacarían cinco”. ¿Era necesario introducir esa incertidumbre en un tema tan delicado?
La otra consideración es política. Como varios críticos han recordado, cuando Francisco Barbosa, el actual fiscal general, era miembro del Gobierno, fue muy poco riguroso con los datos de asesinatos a líderes. En su interés de mostrar resultados, utilizó cifras imprecisas que causaron justo escándalo. No es solo él: los fiscales generales recientes se han dejado seducir por la posibilidad de darles bombo a sus resultados y a su imagen personal. ¿Para qué permitir que ese cargo tenga influencia sobre la cifra unificada de homicidios?
El país lleva años llorando la muerte de líderes y, por lo que parece, esa seguirá siendo la realidad por más tiempo. Esta medida empantana innecesariamente el debate y genera suspicacias. Debería ser modificada.
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